El Reichstag de Erdogan
Es temprano para saber cuándo y cómo se producirá el desenlace de la gigantesca purga que se ha desencadenado tras el fallido golpe de Estado.
Son pocos los que confiesan que al conocer las primeras noticias sobre el golpe de Estado en Turquía, que parecía haber triunfado, experimentaron -experimentamos- una sensación de alivio. El derrocamiento de Recep Tayyip Erdogan auguraba, a primera vista, el final de un proceso involutivo que llevaba de la república laica kemalista a la implantación de un sultanato islámico. Esto, en las puertas de Europa y en la trastienda del EI. Por un momento, la realpolitik fue más fuerte que las convicciones democráticas y el compromiso con la sociedad abierta y el gobierno civil. Por un momento, repito. Quedaba por delante el tiempo para recapacitar sobre las atrocidades que habían perpetrado las anteriores dictaduras militares y para indagar qué participación tenía en el levantamiento la secta oscurantista del ambicioso imán Fetulah Gülen, antiguo aliado de Erdogan, con quien había compartido la ideología fundamentalista hasta que, sin renunciar a ella, resolvió disputarle el poder desde su exilio en Pensilvania.
La soga al cuello
Ahora no queda margen para las ilusiones. La realpolitik marcha por otros derroteros. Informó la prensa (“Miedo en el río revuelto de Estambul”, LV, 21/7):
También está claro quiénes son los perdedores: las 64.000 personas -militares, funcionarios, maestros, jueces, fiscales, decanos universitarios- que desde el lunes han sido detenidas (casi 10.000), o han perdido sus empleos, acusadas de estar, de alguna manera u otra, vinculadas a la cofradía religiosa de Fetulah Gülen, a quien se acusa de organizar el golpe.
La cantidad de represaliados (los detenidos ya son más de 11.000) obliga a preguntarse si éstos no son, al fin y al cabo, más numerosos que los manifestantes que salieron a enfrentar los tanques en defensa de Erdogan. Observa Edward Luttwak, especialista en estas cuestiones (“¿Por qué falló el golpe?”, LV, 17/7):
Las escenas televisadas de las multitudes que salieron a oponerse al golpe son muy reveladoras: sólo había hombres con bigote (los turcos laicos los evitan rigurosamente), sin que se viera a una sola mujer, y sus consignas no eran patrióticas sino islámicas: no dejaban de gritar “¡Alá es grande!”
O sea que estos manifestantes no tenían nada en común con los jóvenes héroes húngaros, checos y chinos que, para conquistar la libertad, se irguieron frente a los tanques comunistas arriesgando la vida que amaban, en tanto que los islamistas desprecian la suya y la ofrendan gozosos para ganar el cielo en atentados suicidas. Y si se vio a unas pocas mujeres turcas en la resistencia al golpe, recordemos que algunas portadoras del burka también se ciñen cinturones con explosivos y los hacen estallar.
Luttwak advierte a continuación:
Los partidos de la oposición se opusieron todos al golpe, pero es mejor que no cuenten con la gratitud de Erdogan, porque es probable que la deriva hacia el gobierno autoritario continúe e incluso se acelere.
Gobierno autoritario, golpe de Estado fallido, buen pretexto para reprimir a la oposición y aniquilarla definitivamente. Un escenario tan propicio que hasta cabe sospechar que los beneficiados lo planificaron premeditadamente. Esto es lo que los desconfiados piensan que hizo Erdogan: dejó que sus enemigos se pusieran, ellos solos, la soga al cuello, y aprovechó la oportunidad para practicar la purga. E incluso para amenazar con la promulgación de la pena de muerte. La rapidez con que se practicaron las detenciones, destituciones y clausuras demuestra que había listas minuciosamente preparadas con mucha antelación.
Reforzar dictaduras
Aquí es donde al observador memorioso se le refrescan las neuronas y evoca una sucesión de episodios muy parecidos a los que se están viviendo en Turquía y encaminados a reforzar sendas dictaduras. En noviembre de 1932, el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes, comúnmente conocido como Psrtido Nazi, obtuvo el 37 % de los votos y 288 escaños sobre un total de 647. Mediante pactos con algunos de sus antiguos adversarios consiguió que el 30 de enero de 1933 el senil presidente Paul von Hindenburg designara canciller de Alemania a Adolf Hitler. Pocos días después, el 27 de febrero, un deficiente mental holandés, Marinus van der Lubbe, prendió fuego al edificio del Reichstag, el Parlamento.
Aunque la policía comprobó inmediatamente que Van der Lubbe había sido el único responsable de lo ocurrido, Hitler dictó ipso facto el Decreto de Emergencia para la Protección del Pueblo y el Estado y ordenó detenciones masivas de socialistas y comunistas. Fueron expulsados del Parlamento 81 diputados comunistas, el Partido Nazi concertó nuevas alianzas con los partidos conservadores y católicos, otros partidos opositores se disolvieron espontánea o forzadamente, y el 23 de marzo se aprobó por 441 votos contra 84 de los socialdemócratas la Ley de Autorización, que otorgaba a Hitler la facultad de gobernar por decreto. El 14 de julio se aprobó la Ley del Partido Único que, lógicamente, era el Partido Nazi.
Los estudiosos de las negociaciones secretas entre los regímenes nazi y comunista, como Stephen Koch (El fin de la inocencia, Tusquets, 1997), señalan un hecho significativo: las principales víctimas de la venganza no fueron los comunistas. Los acusados - los dirigentes bolcheviques búlgaros Giorgi Dimitrov, Simon Popov y Vassili Tenev- fueron absueltos, a pesar de que el sistema judicial alemán estaba totalmente subordinado al poder político nazi, y esta absolución despertó las sospechas de tres observadores: Franz Borkenau, Arthur Koestler y André Malraux. En cambio, Hitler aprovechó la conmoción creada por el incendio y el 30 de junio ordenó una purga que culminó con la ejecución sumaria de la cúpula de las SA, las tropas de asalto nazis comandadas por Ernst Röhm. Aquel episodio, conocido como La Noche de los Cuchillos Largos, decapitó al ala más radical del Partido Nazi. Y el hecho de que Röhm y muchos de sus secuaces fueran notorios homosexuales, a los que sorprendieron en compañía de sus amantes durante la redada, añadió más morbo a la matanza.
Mano dura
Stephen Koch detecta nexos cronológicos y tácticos entre el incendio del Reichstag y “La Noche de los Cuchillos Largos”, por un lado, y el asesinato de Serguéi Kírov y los juicios de Moscú contra la vieja guardia bolchevique, por otro: conmociones de gran magnitud -como también puede serlo un golpe de Estado fallido- que parecen justificar la mano dura de los dictadores.
Serguéi Kirov era un prestigioso dirigente comunista, jefe del Partido en Leningrado, que había tenido divergencias con Stalin, quien a su vez lo veía como un posible competidor por el poder. Fue asesinado en su ciudad el 1 de diciembre de 1934 por Leonid Nikoláev y a partir de ese momento se sucedieron las detenciones de los jerarcas que a Stalin le convenía eliminar, haciéndolos aparecer como instigadores del crimen. Escribe Koch, citando a Robert Conquest (Stalin and the Kirov Murder):
El Terror empezó en serio. Los juicios se celebraron con mucho éxito. Grigori Zinóviev y Lev Kámenev leyeron perfectamente sus guiones. Sus “confesiones”, que no tienen nada parecido en la literatura de la abyección, sirvieron de base para nuevas purgas, detenciones y ejecuciones. A los dos les habían prometido perdonarles la vida por su cooperación pero, por supuesto, apenas terminó el espectáculo los pelotones de ejecución los bajaron al sótano. Cuando los soldados entraron en la celda de Zinóviev, éste captó inmediatamente la verdad. Se arrojó al suelo, articuló unas súplicas desesperadas en su voz atiplada y pareció histérico. Esto impulsó a uno de los jóvenes oficiales del NKVD a desenfundar su revólver, obligar a Zinóviev a pasar a la celda contigua y dispararle allí mismo a la cabeza. Al enterarse de lo sucedido, Stalin quedó muy impresionado y premió al asesino de Zinóviev con una medalla. Y en los años siguientes, Stalin adquirió la costumbre de que su valet, llamado Pauker, representara una parodia del terror del viejo revolucionario en las veladas alcohólicas que tanto lo divertían.
Y François Furet completa el cuadro del Terror (El pasado de una ilusión, Fondo de Cultura Económica, 1995):
Al finalizar el primer proceso de Moscú (19-23 de agosto de 1936), los 16 acusados (entre ellos G. Zinóviev y L. Kámenev) son condenados a muerte y ejecutados 24 horas después. En el segundo proceso (23-30 de enero de 1937), 15 de los 17 acusados (entre ellos G. Piatakov y K. Radek) son igualmente condenados y de inmediato ejecutados. En el tercer proceso (2-13 de marzo de 1938), otros “viejos bolcheviques” (Bujarin es el más célebre) son liquidados; entre ellos se encontraba Iagoda, el ex director de la policía política, que había organizado los procesos precedentes.
El 20 de agosto de 1940 la purga llegó a su punto culminante -aunque no el final-, en Coyoacán, México, cuando Ramón Mercader clavó un piolet en la cabeza de León Trotski.
Es temprano para saber cuándo y cómo se producirá el desenlace de la gigantesca purga que se ha desencadenado en Turquía tras el fallido golpe de Estado. También perdura la incógnita sobre los entresijos de dicho golpe. Sólo cabe esperar que los gobiernos de las naciones civilizadas se movilicen para evitar que el episodio sirva de coartada para institucionalizar la violación de los derechos humanos. Y en lo que concierne al imán Fetulah Gürden, seguramente se cerciorará de que ninguno de sus colaboradores entra en su despacho de Pensilvania con un piolet bajo la chaqueta,
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