En Europa hay millones de Donald Trump
Una de las grandes paradojas de este tiempo de turbulencias que nos ha tocado vivir es el inopinado trueque de papeles que se está produciendo entre Europa y Estados Unidos.
Esa engominada excrecencia de la telebasura, Donald Trump, no tiene ninguna posibilidad de ganar. Ninguna. Pero que semejante payaso haya podido hacerse con la nominación republicana lo dice todo sobre la decadencia acaso definitiva del partido que, aunque ya nadie lo recuerde, encabezó la lucha contra el racismo y por los derechos civiles en el viejo Sur. Una de las grandes paradojas de este tiempo de turbulencias que nos ha tocado vivir es el inopinado trueque de papeles que se está produciendo entre Europa y Estados Unidos.
Los norteamericanos, repárase en el socialista Sanders, en Obama, en la propia Clinton, cada día se parecen más a los europeos de antes, aquellos europeos progresistas de la posguerra que levantaron contra viento y marea los pilares de una genuina revolución silenciosa, la que dio lugar a la creación del Estado del Bienestar en el continente. Bien al contrario, los europeos de hoy, repárese en Le Pen, en el cafre de Boris Johnson, en toda esa extrema derecha ya abiertamente racista que no cesa de emerger como hongos al norte y al este del Rin, recuerdan cada vez más a la apolillada Norteamérica de la segregación y el supremacismo. Unos van, los otros vuelven.
Pero las paradojas históricas y sociales siempre tienen una explicación racional. Y es que, contra lo que querían creer los marxistas, las afinidades raciales, culturales y nacionales entre los grupos humanos resultan ser mucho más poderosas que los vínculos de clase. Algo que se comprobó por primera vez en la Gran Guerra, cuando los proletarios franceses y alemanes se alinearon con entusiasmo tras sus respectivos mariscales y generales para matarse a tiros con sus pretendidos hermanos de penas.
He ahí la genuina razón de la inexistencia de un Estado del Bienestar digno de tal nombre en Norteamérica. Nación de frontera creada por inmigrantes, Estados Unidos emergió como país escindido por muy profundas barreras étnicas, religiosas y culturales. Unas barreras tan altas y sólidas que hicieron inviable trasladar al otro lado del Atlántico el principio universalista que caracteriza el acceso a los beneficios del Estado del Bienestar en la región occidental de Europa. No es que los europeos fuesen mucho más socialdemócratas que los yanquis, es que eran mucho más blancos. Eran, digo, porque ya no lo son.
Asunto, ese del cambio cromático de Europa, nada baladí. No por casualidad el consenso colectivo en torno al Estado del Bienestar se fraguó en una Europa que todavía no había recibido el impacto de la inmigración extracontinental. Como tampoco por casualidad la aparición de las mismas fracturas étnicas y culturales que arrostró Norteamérica en su día ha coincidido con la huida de gran parte de la antigua base sociológica de socialistas y comunistas hacia la extrema derecha, tránsito especialmente claro en el caso francés.
Frente a la explicación canónica de la propia izquierda, la lenta agonía de los partidos socialdemócratas en la Unión Europea tiene mucho más que ver con la fractura cultural de su electorado tradicional entre autóctonos y foráneos que con las políticas de austeridad y la hegemonía neoliberal en Bruselas. Paradoja de paradojas, cuando la Norteamérica mayoritaria se apresta a incorporar las grandes líneas del modelo europeo de posguerra, Europa, con su infinita ristra de populistas xenófobos y demagogos de barra de bar a la cabeza, se mira en Trump.
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