Frustración sexual y revolución
Los hechos humanos, sobre todo los más ridículos, se repiten cada cierto tiempo sin que sus pueriles protagonistas se den cuenta
Los antiguos lo sabían muy bien, tanto los judíos que escribieron sobre Sodoma y Gomorra como los griegos que relataron el desmadre de sus dioses olímpicos, empezando por un Zeus que tuvo más hijos que san Luis. Un milenio después el Arcipestre de Hita inmortalizaría en cuaderna vía los dos principales motores de la vida del hombre:
“Como dice Aristóteles, cosa es verdadera,
el mundo por dos cosas trabaja: la primera,
por haber mantenencia; la otra cosa era
por haber juntamiento con hembra placentera”.
Aunque evidentemente hay otras cosas bajo el sol, no cabe duda de que el estómago y la bragueta siempre han demostrado su categoría de poderosos señores por servir a los cuales se han ejecutado tantas altas hazañas como bajas vilezas. Pierre Benoit, egregio novelista y réprobo vichysta, escribió sobre la no siempre admitida relación entre voluptuosidad y resentimiento:
Jamás se ensalzará demasiado la influencia de una mujer suntuosa y bella sobre los jóvenes plebeyos. Distinguidos por ella, se convertirán a su antojo en fanáticos defensores del orden y de las cosas establecidas; desdeñados, se les verá mudarse instantáneamente en feroces autores de discordias y de guerras intestinas. Si la reina María Antonieta, cuyo poder de seducción nadie ha puesto jamás en duda, hubiera pensado hacia 1788 en dar una fiesta a la que hubiera convidado, agasajándolos bien, a media docena de pelagatos del tipo de Saint-Just, Barnave o Fabre d’Églantine, puede apostarse diez contra uno a que la revolución no habría sobrevenido.
El que suscribe participó hace algunos años en una conversación de sobremesa con un viejo militante antifranquista que reconoció que la verdadera razón por la que había acabado alistado en las filas de la primera ETA fue “porque con Franco no había manera de echar un polvo”.
–¡Eso te pasó porque serías feo, julandrón! Pues los guapos siempre hemos echado todos los polvos que hemos querido, con Franco o sin Franco, en España o fuera de ella, en cualquier época o lugar –se lanzaron en tromba los demás comensales.
Hace ya bastantes años, Terenci Moix explicó en una entrevista que en su juventud solía entregarse a los marineros yanquis atracados en el puerto de Barcelona como acto de protesta contra el régimen franquista. ¡Heroica excusa para dignificar como actos de protesta sus actos sexuales!
Igual de pedestres fueron los orígenes de aquel mayo parisino, hoy equiparado a la guerra de Troya o el asedio de Numancia, que no estalló por perentorias carencias económicas o necesidades sociales, sino porque los niños pijos de Nanterre exigieron poder recibir visitas de chicas en sus dormitorios del colegio mayor. Al fin y al cabo uno de los temas centrales de las asambleas revolucionarias fue la denuncia de la frustración sexual de la juventud y las neurosis que de ella derivaban. Daniel Cohn-Bendit, futuro apologista de la pederastia, ya comenzó a destacar en enero de aquel añorado 68 al espetar a François Missoffe, ministro de Juventud y Deporte, durante la inauguración de una piscina universitaria:
Señor ministro, he leído su Libro blanco sobre la juventud, y en sus trescientas páginas no hay ni una sola palabra sobre los problemas sexuales de los jóvenes.
Uno de los buques insignia de aquellas dicharacheras jornadas fue el periódico L’Enragé (traducible como el rabioso, el furioso, el cabreado, el indignado...), efímero antecesor del Charlie Hebdo que se fundaría algunos meses más tarde. Entre las cuestiones tratadas, como la represión policial, la ideología marxista, el conflicto generacional, la ocupación de viviendas vacías o la guerra de Vietnam, sus eslóganes traslucían el rencor de los fracasados contra todo aquello que no podían alcanzar o todos aquellos a los que acusaban de frustrar sus aspiraciones políticas, económicas y, una vez más, sexuales: “Indignados de todos los países, uníos!”, “La sociedad de consumo debe morir de muerte violenta”, “Si ves un policía herido, ¡remátalo!”, “En este periódico no se prohíbe nada, salvo ser de derechas”, “Estudiantes, obreros, ¡no os dejéis dar por el culo!”, “Papá apesta”, “Si todos los viejos se dieran la mano, sería ridículo”, “Los jóvenes hacen el amor. Los viejos hacen gestos obscenos”, etc.
Nada nuevo bajo el sol. Tanto los detalles como el trasfondo de aquel mayo del 68 están siendo reproducidos hoy en España, con asombrosa exactitud, por quienes están convencidos de que van a regalar a los españoles un futuro rebosante de originalidad.
Los hechos humanos, sobre todo los más ridículos, se repiten cada cierto tiempo sin que sus pueriles protagonistas se den cuenta de que, lejos de aportar alguna novedad, se limitan a reiterar las mismas bobadas –destructivas bobadas– una y otra vez. La frustración personal, el resentimiento contra no se sabe bién qué, la envidia hacia los que se perciben como más afortunados y una vaga esperanza de que con un cambio político las vidas de los frustrados mejorarán tanto que hasta echarán más polvos, hacen que el irreflexivo mensaje igualitarista de la izquierda, destilado en eslóganes de una estupidez que asombra, prenda cada día en más gente.
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