La ‘vetocracia’
Hace días que los partidos no hablan de sillones y yo empiezo a estar incómoda. ¿Será que se les han pasado los impulsos ácratas?
Hace días que los partidos no hablan de sillones y yo empiezo a estar incómoda. ¿Será que se les han pasado los impulsos ácratas? Porque un punto ácrata tiene el repudio de los sillones que han expresado prácticamente todos los partidos: todos los que podían esperar sillones a cambio de sus votos, y todos menos el PP, que es quien los ocupa, bien que en funciones. Siendo malpensados, quizá esta pausa en la tirria a los sillones se deba a que hay que negociar uno, el de la presidencia del Congreso. Pero creo que hay una razón de mayor peso: la conversación se ha trasladado decididamente del no, nunca jamás sillones, al no con mayúsculas. No a la investidura de Rajoy en ninguna circunstancia. ¿O no en estas precisas circunstancias, no ahora, no pasado mañana? A los comentaristas no nos queda otra que aquilatar las dimensiones temporales de las fórmulas del no que van saliendo de canutazos y cónclaves.
El Comité Federal del PSOE ha decidido un no, como era previsible, aunque uno en el que se ha apreciado el matiz de que es puramente verbal. No lo han puesto por escrito ni lo han tallado en piedra, y es sabido que las palabras, y muchas otras cosas, se las lleva el viento. Pero sus portavoces se han encargado de disipar cualquier esperanza que alguien pudiera tener en que ese no se dijera con la boca pequeña y consintiera en transformarse en abstención. Incluso han desdeñado un sondeo de El País, según el cual una amplia mayoría de votantes del PSOE piensa que debería abstenerse y dejar gobernar a Rajoy a cambio de reformas pactadas, con el fin de evitar unas terceras elecciones. Pues sí, los sondeos son inverosímiles cuando apuntan en sentido contrario a lo que haces y fabulosos cuando lo avalan: por ejemplo, la destitución de Tomás Gómez y su reemplazo por Ángel Gabilondo, en el mismo periódico, misma empresa, febrero de 2015.
El PSOE tiene que navegar entre dos costes políticos, que vienen a ser su Escila y su Caribdis, procurando que alejarse de uno no le lleve a caer en el otro. Escila es el coste de permitir, aun pasivamente, la investidura de un Gobierno del PP, y Caribdis, el de ir a unas terceras elecciones, que vaya usted a saber cómo le saldrían. En las segundas perdió cinco escaños, cierto, pero siempre hay esperanza para los creyentes. La militancia, que suele tener, como todas, una enconada aversión por el adversario, estará más inclinada a meterse en el remolino de Caribdis que a aproximarse al monstruo de seis cabezas. Los votantes lo verán de otra manera: mejor algún tipo de acuerdo que una tercera convocatoria electoral.
¿Cómo pasar entre esos dos costes sin despeinarse? La solución provisional del PSOE es esperar. Antes de echarse a la mar para atravesar el peligroso estrecho, cumple, dice, que el PP se entienda con los ideológicamente afines. Traducido: que negocie con Ciudadanos, con el PNV y con el partido antes llamado Convergencia. Es de lamentar que los socialistas prefieran que Rajoy pague el precio de una abstención a los nacionalistas –y a los separatistas– antes que a ellos, pero así están las cosas. Para complicar el rompecabezas, cualquier concesión a los nacionalistas condicionará la posición que adopte Ciudadanos sobre la investidura de un Gobierno del PP. Si un eventual acuerdo PP-C’s, que sumaría 169 escaños, es incompatible con el voto a favor o la abstención de los nacionalistas, ¿qué hará el PSOE? ¿Marchará hacia el nuevo remolino electoral votando en contra como un solo hombre?
De fraguar un acuerdo entre PP y Ciudadanos, y, sobre todo, si saliera de ahí un Gobierno de coalición, los socialistas podrían transitar con el menor coste posible hacia una abstención. A fin de cuentas, un Gobierno de coalición PP-C’s no representaría continuidad con la legislatura anterior, y podría llevar en el programa medidas que el PSOE pactó con Ciudadanos. Pero todo esto son futuribles. De momento, estamos en la fase del veto, igual que después del 20-D. Quizá estemos a punto de convertirnos en una vetocracia, con su secuela de paralización permanente. Una situación en la que no se consiguen atenuar las polarizaciones existentes, y tan extrema que no se logra dar ni el primer paso: formar Gobierno. Esto no contribuirá a aumentar el crédito de la política ni a fortalecer la confianza en el sistema político, pero seguro que complacerá a los ácratas que, por lo visto, tantos llevan dentro.
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