No todo es patrioterismo en el 'Brexit'
Las raíces intelectuales del 'Brexit' guardan poca relación con el argumentario emocional, patriotero y cuasi xenófobo de la campaña, y tienen mucha más profundidad.
Una cosa es la campaña y otra, las ideas. Si el Brexit gana el referéndum, será el UKIP quien se lleve los laureles, aunque fueran otros muchos, y no en menor medida la prensa, los que ayudaron a inclinar la balanza contra la permanencia del Reino Unido en la Unión. Y no durante los últimos meses, sino a lo largo de los últimos veinte años. Pero a la vista de la campaña, parecerá que son las pulsiones, como el miedo a la inmigración, la xenofobia, el nacionalismo o la nostalgia por unos imaginarios buenos tiempos asociados a un país cerrado y homogéneo, las que han dado aliento a la idea de romper con la UE.
Es cierto que esos sentimientos calaron en parte del electorado, y que los brexiteers agitaron, sobre todo, el espantajo de la inmigración, a pesar de que la mayoría de los inmigrantes que viene recibiendo Gran Bretaña desde 1975 son de países que no pertenecen a la UE. Pero en una campaña encendida y bronca la realidad, los datos tienen las de perder. Los partidarios del Brexit han recurrido, sí, a atizar las bajas pasiones, pero sus autores intelectuales, los que rescataron una idea que hace un par de décadas había quedado confinada en la marginalidad, tenían en mente razones muy distintas para sostener y promover la causa de la ruptura.
La historia de cómo se gestó entre los tories un euroescepticismo de rasgos diferentes al tradicional la contaba el periodista Matthew D’Ancona días atrás aquí, en The Guardian. Sucedió en la era de Blair, y como reacción a la eurofilia incondicional del primer ministro, aunque lo interesante del caso es que el grupo de jóvenes conservadores que dieron nuevo sustento intelectual al rechazo a la UE no lo hicieron en nombre de la tradición, de viejos valores nacionales que convenía preservar. Al revés. Pensaban que la UE no era suficientemente moderna.
Aquellos pioneros percibieron que, en una época de continuas transformaciones tecnológicas, los votantes querrían descentralización, transparencia y rendición de cuentas, mientras que el mamut europeo, lejos de avanzar en esa dirección, marchaba en sentido contrario. La suya era una visión semejante a la que hoy mantiene la izquierda euroescéptica, donde reprochan a la UE un déficit de democracia. La resistencia a la Unión no es sólo cosa de la derecha, y menos en Gran Bretaña. En las décadas de 1970 y 1980 el laborismo estuvo muy dividido sobre la cuestión, y llegó a llevar en su programa la salida de la Comunidad Económica Europea. El entusiasmo europeísta de Blair es la excepción, y la tibieza de Corbyn, la regla.
El siguiente paso hacia el Brexit lo dieron los tories durante la coalición de Cameron y Clegg, cuya eurofilia, como antes la de Blair, sirvió de catalizador. Entre la nueva generación de conservadores prendieron dos ideas: la UE asfixiaba con sus regulaciones el espíritu empresarial británico y era irreformable. Veían la Unión como una estructura obsoleta que ponía freno a la creatividad, y la conclusión, naturalmente, era que había que salir. La fortaleza económica británica lo hacía posible.
Las raíces intelectuales del Brexit guardan poca relación con el argumentario emocional, patriotero y cuasi xenófobo de la campaña, y tienen mucha más profundidad. De hecho, son la expresión de uno de los dos modelos que han coexistido en la Unión Europea: mercado y sólo mercado, o mercado y proyecto político integrador como garante de cooperación y paz. La idea anglosajona del libre mercado frente a la idea continental de la economía social de mercado: liberalización, desregulación y flexibilidad versus más intervención estatal y Estado del Bienestar. Estos dos modelos que han convivido con cesiones mutuas en el seno de la Unión puede que resulten incompatibles. El Brexit significará que, en efecto, lo son.
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