La señora Dancausa y el Titanic pepero
Pretender que Dancausa actuaba sin recabar el nihil obstat de Moncloa ni poner sobre aviso a los brujos de Génova, es un delito de lesa inteligencia.
La noche en que el Titanic se fue a pique, el teniente Lightoller anduvo tan despierto que acabó siendo el único oficial que consiguió darle esquinazo a la tragedia. Empero, es evidente que, en semejantes circunstancias, salvarse y condenarse son la cara y la cruz de una misma moneda. El hecho de que se encontrara en tierra, de corpore insepulto, en vez de estar sirviendo de carnaza a los peces, le convertía en sospechoso, por no decir en reo, de haber cobardeado como una rata indigna de la gloriosa tradición de la marina inglesa. Lejos de amilanarse, el acusado -que era, amén de inocente, un hombre de una pieza- desarboló a los jueces al prescindir del fárrago y refinar la quintaesencia: "Yo no abandoné mi barco, señorías. Mi barco me abandonó a mí". Y hasta ahí llegó el pleito.
Mutatis mutandis, el alegato que Lightoller se sacó del caletre para reivindicar su honra y limpiar su expediente, le viene niquelado a doña Concepción Dancausa, abandonada por los suyos en el fragor de la galerna y apaleada sin piedad por los ajenos. Más allá de que la decisión de prohibir las esteladas fuese un error político o, incluso, un contrafuero, es de memos pensar que nadie, excepto ella, tuvo arte ni parte en el enredo. Se sabe a ciencia cierta que la Federación de Futbol, a instancias de la UEFA, quería ponerle coto a la guerrilla de banderas. Es de dominio público que los representantes policiales estuvieron de acuerdo en no avivar con flámulas un flamígero evento. Como tampoco es un secreto que, para la Fiscalía al menos, la iniciativa era sensata y ajustada a derecho.
¿Hemos de concluir, entonces, que a la señora delegada se le subió el ordeno y mando a la cabeza, que tiro alegremente por la calle de en medio, que resolvió que era el momento de proclamar su independencia? Pretender que Dancausa actuaba sin red, sin recabar el nihil obstat de Moncloa ni poner sobre aviso a los brujos de Génova, constituye un delito de lesa inteligencia. Asistir impasibles al banquete caníbal que han celebrado a sus expensas los tragaldabas del "prucés" y la jauría insaciable de los perros de prensa, oscila entre lo ruin y lo patético. Si al teniente Lightoller le dio plantón su barco en mitad del océano, a doña Concepción Dancausa la han arrojado por la borda del Titanic pepero. Con un mohín de asquito titilando en la jeta de algún contramaestre y una sonrisa feble -¡pelillos a la mar!- descafeinando el escaqueo.
¿Acaso es responsable un Gobierno en funciones de un pandemónium atizado con las responsabilidades que delega? Cargue con el mochuelo de las dichosas esteladas quien abusó del cargo o se excedió en el celo. A los demás que nos registren y, acto seguido, nos absuelvan. Al cabo lo que ocurrió en el Calderón es que ambas aficiones acabaron fundiéndose en un fraterno empeño y la pitada al himno de la España que "ens roba" y a Su Majestad el Rey, Don Felipe el Paciente, es el mojo picón que sazona el trofeo. ¿Alumbrará pronto ese día en que el talento de Moragas, determinado a hacer de la necesidad virtud, institucionalice el abucheo?
Suena el vals de las olas. La orquesta del Titanic desafina a degüello. El teniente Lightoller y Concepción Dancausa pelan la tiritona en un bloque de hielo.
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