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Agapito Maestre

Triana

Una obra de arte es Triana. Una obra de arte religioso. Una obra religiosa. Requiere dogma para vivirla. Verla. Transubstanciación es la palabra clave de esta película. Todo lo que toca Gonzalo García-Pelayo lo transforma en algo grande. Su cine es más parecido al dogma teológico de la Eucaristía, uno de los tres grandes dogmas que definen la religión católica, que al canon del mejor cine comercial de nuestra época; pues lo mismo que quien cree en el primero, difícilmente cambiará de religión, el que siga el cine de Gonzalo le resultará imposible no considerar banal, superficial e impostado casi todo el cine que se hace aquí y ahora.

No quiero comparar esta película, que no pretende ser otra cosa que un recuerdo, una vuelta con el corazón, al cantante de Triana, Jesús de la Rosa, fallecido en plena madurez artística, con el rito católico de la Eucaristía, porque no deseo caer en blasfemia, o peor, oficiar de iconoclasta contra la Iglesia Católica. Eso es oficio de rufianes a la orden del día y, además, no cuesta nada… Solo digo que el cine de Gonzalo hay que verlo como quien participa en una Eucaristía. Ver una de Gonzalo es como ir a misa: o se participa o se queda uno en su casa. No valen las medias tintas. Esto es cine de verdad. Auténtico. Aquí no hay nada impostado. Todo es real, incluso la ficción de los Gigantes transformados en Molinos de Vientos con el Arco Iris de fondo en Campo de Criptana. Creo que esas escenas son el mejor homenaje que se haya hecho a Cervantes en el cuarto centenario de su muerte.

El cine de Gonzalo es cervantino. Es imposible, sí, separar el adentro del afuera. Las imágenes nos atrapan sin saber si eso es real o cine. El trabajo de composición es tan perfecto que jamás imaginamos que vendrá después, nadie puede prever si llegarán los malos o resucitará el protagonista, todo puede suceder… Nada es previsible para el espectador. Solo una cosa es fija: la transubstanciación de una música y unas letras en el relato fílmico de una mujer a la búsqueda de su ser, o de su identidad, a través de una comunidad de mujeres y hombres, de todas las edades y radicalmente diferentes unos de otros, que homenajea a un muerto-viviente, a un hombre que ha muerto pero nos ha legado su obra. He ahí el misterio, el dogma, que nos da Gonzalo en esta película. O uno se cree ese dogma o no entiende nada. O se participa de la autenticidad de lo que cuenta el director o asiste como un idiota a un diálogo de sabios.

Esta película está más cerca de la transformación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, en la Eucaristía, que de la gran obra artística que solo se deja ver una vez. El cine de Gonzalo necesita ser visitado con frecuencia para transformarnos. Es menester, sí, releerlo, o sea, leer de nuevo. Solo la relectura, de ahí viene también religión y no solo de religare, nos hace nacer de nuevo. Cuando uno ve una de Gonzalo, es imposible separar la ficción de la realidad, la vigilia del sueño, a don Quijote de Sancho… Triana no es una película. Es Arte.

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