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Tomás Cuesta

La socialdemocracia y Pedro Sánchez: de la historia a la histeria

El candidato Sánchez es apenas un sparring de los especialistas en pressing catch mediático y guerrilla dialéctica de Podemos.

Antonio Gramsci y Pedro Sánchez | Archivo

Antes de hacerse con un papel protagonista en la escena política del ominoso siglo XX, los paladines del ideal socialdemócrata tuvieron que emplearse en convencer a los escépticos de que esa amalgama conceptual que proponía su etiqueta no era un grotesco oxímoron, una coyunda inverosímil del agua y el aceite. Para vender las excelencias de un socialismo ¿democrático? había que afirmar lo que se era sobre la negación tajante de lo que no se era. De ahí que su construcción retórica -aseguraba Tony Judt- se sustanciase en una especie de titubeo esquizofrénico entre un "nosotros" luminoso y un "ellos" siniestro. "Nosotros" respetamos la propiedad privada, la libertad individual, la economía de mercado e incluso, hasta cierto punto, los valores burgueses. "Ellos", por contra, han convertido la utopía en una sucursal del infierno en la tierra y han manchado con sangre el virtuoso anhelo de construir un mundo más solidario y más fraterno. Socialistas veniales, no banales; demócratas -¡pero que muy demócratas!- de la cruz a la fecha, "nosotros" no somos comunistas, "nosotros" no somos "ellos".

Obvio es decir que, a estas alturas de la historia, la cantinela exculpatoria resulta improcedente. La socialdemocracia no sólo ha demostrado que es una opción legítima -y hasta beneficiosa, a veces- sino que resultaría absurdo negar que sus propuestas son la clave de bóveda del European way of life, el molde de un consenso que compromete por igual a la izquierda templada y la derecha circunspecta. A la hora de mantener a cualquier precio las sinecuras del Estado Providencia, la receta de Hollande es la misma de Merkel, la de Rajoy idéntica a la de Zapatero. Metidos a incrementar el gasto, disparar los impuestos y disparatar el déficit, los que reniegan de los socialdemócratas son su doble, su exactísimo espejo. Pero si lo social es un imperativo categórico contra el que nadie se revuelve y Otegui, verbi gratia, es más demócrata que Kennedy, ¿qué socialdemocracia defiende Pedro Sánchez frente al chequismo-populismo que patrocina Pablo Iglesias?

La historia se repite y la farsa (Marx dixit) reinterpreta el drama en el sentido opuesto. El objetivo, ahora, no es deslindar los territorios del "nosotros" y el "ellos". No es recordar que el odio es regresivo y que el rencor no ha sido nunca el combustible del progreso. No es remachar que, aunque a algunos les pese, la condición de ciudadano está muy por encima del párvulo mejunje que atiende por "la gente". Ahora, al parecer, el objetivo es tender puentes sobre el abismo ideológico que les justificaba in illo tempore. Ayuno de discurso, ajeno a los conceptos, el candidato Sánchez es un castigador de vía estrecha, apenas un sparring de los especialistas en pressing catch mediático y guerrilla dialéctica.

Si hubiese leído a Gramsci a ojeadillas -si se hubiese asomado, al menos, a un digesto- sabría que renunció a la hegemonía (a jugar en su campo y con sus reglas) en el mismo momento en que devaluó el "nosotros" y dio pábulo al "ellos". Doctor en ignorancias y perito en fachendas, el candidato Sánchez no ha caído en que "ellos", los usureros del poder, rubrican los acuerdos matando al limosnero. Que el porvenir nos sea leve.  

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