El imperio del mal gusto
Se impone ahora en España la preponderancia de la chabacanería, el auge de lo soez, la apología de la necedad, el triunfo de la ramplonería.
Desde hace más de medio siglo seguimos entusiasmados con la palabra cambio, polisémica donde las haya. Ha conseguido el favor del público y de los partidos. Todo el mundo está a favor del cambio. Sustituye al mito del desarrollo, que se maleó con el desarrollismo. Pero se pueden desarrollar también los tumores, y los cambios pueden ser a peor. Nada parece inmóvil en el universo o en la sociedad. Pretender el cambio por el cambio parece una actitud bastante idiota.
Cualquiera diría que el gran vuelco de la sociedad española actual es que un año se acostó monárquica y al siguiente se levantó republicana. O que, gobernada por la derecha, sin comerlo ni beberlo, de repente pasó a serlo por la izquierda. No, señor. Todas esas transformaciones parecen revolucionarias, pero son solo cosméticas, superficiales. Por debajo de ellas está la sustancia de los valores que se aprecian, el estilo vital que se desea o se imita. Lo mollar en España es un cambio más sutil que afecta a la política, las costumbres, el atuendo, el arte, la televisión, el cine, la literatura, la vida toda. Lo es siempre en la misma dirección, por lo que resulta coherente y asegura su triunfo. En síntesis, nos encontramos ante la apoteosis del mal gusto en todos los campos, en lo ético y lo estético, en lo público y privado, en lo individual y colectivo.
Se impone ahora en España la preponderancia de la chabacanería, el auge de lo soez, la apología de la necedad, el triunfo de la ramplonería. Sobran los ejemplos. Basta asomarse a las páginas de los periódicos, a las pantallas de la tele. Reina el embeleso de la vulgaridad, la invasión de la mezquindad, la glorificación de lo sórdido, la exaltación de lo estúpido, el aplauso de la simpleza. Se acepta como valioso o encomiable la admiración por el estilo macarra en la forma de hablar, vestirse, peinarse y adornarse. Se admite la superioridad del tatuaje o del pirsin, la irrupción de la ropa deportiva en todas las ocasiones. La forma de escritura más propia de nuestra época es el garabato de los grafitis.
Asistimos al auge de los nuevos hombres públicos (y mujeres, con perdón), salidos de la mediocridad, disfrazados de mendigos ricos, que viven a cuerpo de rey a costa de los contribuyentes. Son la auténtica casta.
La degradación de las formas de vida es más visible en los colectivos de izquierda o de los separatistas. No son solo rasgos de los seguidores de esos movimientos sino de sus cabecillas. Han perdido la gracia de saber estar, si es que alguna vez la tuvieron.
Nos encontramos ante una alteración polar de valores. La ociosidad prima sobre el trabajo, la desfachatez sobre la mesura, el despilfarro sobre la austeridad (especialmente con el dinero público), la desgana sobre el esfuerzo (excepto en el deporte). Se premia la insolencia, se aplaude la intolerancia, se presume de vagancia y de extravagancia. Los partidos políticos y colectivos anexos que expresan los nuevos valores son los que suben elección tras elección. Nos gobernarán. Ya lo hacen en algunas grandes ciudades.
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