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Eduardo Goligorsky

Perlas de sabiduría

¿Cómo es que todavía estamos lidiando con vándalos obstinados en desmembrar España y aprendices de déspotas empeñados en reimplantar la ley de la selva?

En su artículo "La hora del diálogo" (LV, 19/12), el diplomático Carles Casajuana aconseja a quien gobierne España después del 20-D que, si quiere resolver el pleito con Cataluña de forma civilizada y homologable en Europa, desempolve los viejos manuales sobre el arte de conversar. Cita a Cicerón y añade que "quizá no le hará daño releer el capítulo 'Sobre el arte de la conversación' del libro tercero de los Ensayos de Montaigne". Aunque jamás gobernaré España ni es mi propósito resolver pleito alguno que no se cuente entre los muy modestos de mi vida cotidiana, desempolvo el volumen recomendado, olvidado en la segunda fila de un anaquel de mi biblioteca, y descubro con sorpresa que no sólo había leído ese capítulo, aquí titulado "Del arte de platicar", en la traducción de Juan G. de Luaces (Editorial Iberia, 1968), sino que además la hoja inicial estaba marcada y el texto metódicamente subrayado.

Las enseñanzas de Montaigne

Montaigne nos enriquece con un generoso acopio de perlas de sabiduría. Volverá a la primera fila del anaquel. Pero vayamos al consejo de aplicar las enseñanzas de Montaigne al pleito con Cataluña. Que ahora, después del 20-D, también se puede aplicar a las tratativas para la gobernabilidad de España. Lo que sobresale en el discurso del sabio, impregnado de modestia, es su predisposición a sacar provecho de los argumentos con que lo refuta su interlocutor. Lo repite una y otra vez, con una plétora de ejemplos y de referencias a los clásicos:

En verdad, busco más la sociedad de quienes me contradicen que la de los que me temen, porque es placer enfadoso el de tratar con gente que nos admira y cede siempre. Antístenes ordenó a sus hijos no otorgar nunca estima a quien los alabase. Cuando me doblego a la fuerza de la razón de mi adversario, me congratula más la victoria que gano sobre mí mismo que la que a expensas de su debilidad hubiese podido obtener.

Sin embargo, el mismo Montaigne fija los límites del intercambio fecundo. Límites de los cuales resulta que su filosofía generosa y abierta a las razones del contrincante no se puede aplicar al pleito catalán. Ni a los frentepopulistas que se postulan para gobernar España. Veamos por qué:

Sería capaz de mantener un día entero de polémica si ésta se mantuviera con orden, porque esto, más que fuerza y sagacidad, es lo que pido. (…) Me es imposible tratar de buena fe con un tonto, porque en tal caso no sólo se corrompe mi juicio, sino mi conciencia.

En fin, nuestras disputas debieran ser castigadas y prohibidas como delitos verbales, porque, siempre regidas y mantenidas por la cólera, ¿qué vicio no despiertan? Primero entramos en enemistad contra las razones y después contra los hombres. Sólo aprendemos a discutir para contradecir, y, todos, contradiciendo y siendo contradichos, el fruto de la discusión consiste en perder y aniquilar la verdad. Por ello, Platón, en su República, prohíbe ese ejercicio a los espíritus ineptos y torpes. ¿Por qué discutir con quién no sabe ni comprende nada?

Y agrega más adelante:

Los más ineptos son quienes más miran por encima del hombro a los otros hombres, volviendo siempre de sus combates llenos de entusiasmo y de gloria. Ese su mismo desenfado de expresión y talante suele darles favor en las reuniones, generalmente compuestas de gentes incapaces de discernir las verdaderas capacidades. La obstinación y fogosidad de opiniones es la mayor prueba de necedad. ¿Hay nada tan seguro, desdeñoso, grave, contemplativo y serio al mismo tiempo como el asno?

Tontos, espíritus torpes e ineptos, necios y asnos, pues, excluidos, según Montaigne.

Alzamiento sin atenuantes

La virtud del texto de Montaigne reside en el hecho de que explica con claridad meridiana por qué ningún gobernante, pasado, presente o futuro, puede entablar un diálogo, plática o negociación razonable con quien pretende hacer valer su "obstinación y fogosidad de opiniones" para legitimar, por ejemplo, una sublevación contra el orden institucional y el Estado de Derecho. ¿Acaso alguien que no fuera cómplice de los golpistas habría pedido al Rey que entablara un diálogo, plática o negociación con Miláns del Bosch y Tejero, en lugar de exigirles la rendición y entregarlos a la justicia?

Lo que el diplomático Carles Casajuana define como un "pleito" entre Cataluña y España no es tal, sino un alzamiento sin atenuantes. Ahora, después de verificar que su desquiciado partido ha tocado fondo gracias al proceso de autodestrucción que él mismo estimuló, Artur Mas reaccionó "tendiendo la mano para posibles pactos y obviando en todo momento el término independencia" (LV, 21/12) porque, dijo, "este panorama nuevo se ha de jugar con talento e inteligencia". Obviamente, el diálogo que elogiaba Montaigne era el de los humanistas del Renacimiento francés y en cierto modo precursores de la Ilustración, que abordaban temas nobles, y no el de los modernos tahúres empeñados en disfrazar sus triquiñuelas.

¿Un diálogo que se ciña a los lineamientos del que propiciaba Montaigne? El que obligadamente deberán entablar las cúpulas del PP, C's y el PSOE (una vez depurado de sus regresivas toxinas frentepopulistas encarnadas en el hooligan Sánchez y la funambulista Chacón) para consolidar el sistema constitucional y frustrar la embestida totalitaria y cainita.

Lamentablemente, se ha hecho realidad lo que muchos pronosticamos, entre burlas y críticas, cuando sosteníamos que había que optar entre la mayoría absoluta de PP y C's, por un lado, y el caos, por otro. Caos que los secesionistas y los totalitarios de diverso pelaje esperaban ansiosamente para alcanzar sus metas. El portavoz de la CUP, Albert Botran, se jactó desvergonzadamente de ello tuiteando, como destaca Isabel Garcia Pagan ("Un gran caos bajo los cielos", LV, 23/12), una frase del momificado Mao: "Hay un gran caos bajo el cielo, la situación es excelente". Artur Mas se sumó al jolgorio cuando, en el citado réquiem por la derrota, alucinó: "Se abren puertas interesantes para que Catalunya y el soberanismo puedan tener un papel en la política del Estado". Hay que ser muy caradura para reservarse un papel en la política del mismo Estado del que deberá ejecutar personalmente la desconexión en virtud del úcase sedicioso del Parlamento catalán… siempre y cuando sea a él a quien lo elijan presidente de la Generalitat con el voto mendigado a la fronda anticapitalista.

Revolucionarios de pacotilla

Es aquí donde debo agradecer al diplomático Casajuana que me haya hecho rescatar del olvido el tercer volumen se los Ensayos de Montaigne. Porque inmediatamente a continuación de "Del arte de platicar" encuentro otra joya: "De la vanidad". Y esta sí parece escrita por un demiurgo del siglo XVI que ha aterrizado entre nosotros para desenmascarar a los revolucionarios de pacotilla. Dictamina el pensador:

Nada daña tanto a un Estado como la innovación. Del cambio sólo dimanan injusticia y tiranía. Si alguna pieza de lo usual se descompone, cabe recomponerla, y podemos oponernos a que la alteración y corrupción propias de todas las cosas nos aparten demasiado de nuestros principios y comienzos; pero querer refundir tan grande masa y cambiar los cimientos de tan gran edificio es hacer lo que aquellos que para mejorar, borran; que quieren enmendar defectos particulares con una confusión universal; y que intentan remediar las enfermedades con la muerte: "no quieren tanto cambiar como destruir" (Cicerón, de Of., II,1). (…) Quien sólo quiere eliminar lo que le importuna, poco alcanza, porque al mal no lo sigue necesariamente el bien, y cabe que le siga otro mal, incluso peor. Así ocurrió a los matadores de César, que pusieron la cosa pública en tal punto que tuvieron que arrepentirse de haberse mezclado en ella. A otros, después, y hasta nuestros siglos, les ha sucedido lo mismo, y algo pueden decir los franceses al respecto. Toda gran mutación desordena y quebranta el Estado.

Otra sorpresa: en la página siguiente descubro, subrayado, el adagio "más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer". No recordaba que Montaigne lo había acuñado o cosechado de la sabiduría popular y que yo ya lo había leído y remarcado en sus Ensayos.

Si Montaigne opinaba, en el siglo XVI, que a lo largo del tiempo los franceses habían acumulado suficiente experiencia para saber que "toda gran mutación desordena y quebranta el Estado", ¿cómo es posible que los españoles del siglo XXI todavía estén lidiando con vándalos obstinados en desmembrar su país y con aprendices de déspotas empeñados en reimplantar la ley de la selva? Pero es la triste realidad.

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