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José García Domínguez

Monedero es un erizo y Garicano, una zorra

Nada hay más viejo que eso que aquí hemos dado en llamar la 'nueva política'. Nada.

Cordon Press

Nada hay más viejo que eso que aquí hemos dado en llamar la nueva política. Nada. Así, Juan Carlos Monedero es un erizo y Luis Garicano, una zorra. Desde siempre, pero más desde Isaiah Berlin, sabemos que en el mundo de las ideas políticas conviven dos especies irreconciliables: los erizos y las zorras. Frente a las robustas, pétreas, inamovibles certezas del erizo, la zorra asume de partida la inabarcable complejidad de lo real. De ahí que tras esas imponentes cárceles del pensamiento que llaman ideologías siempre haya un venerable erizo, otro creador de uno de esos monumentales sistemas filosóficos que exoneran a sus devotos de la ardua labor de tener que pensar por su cuenta y riesgo. Platón, Marx o Von Mises eran erizos; Aristóteles, Hobbes y Oakeshott, zorras.

Por lo demás, e igual que en el interior de cada zorra habita un escéptico que conoce cuáles son las muy precisas fronteras de su personal ignorancia, en todo erizo, y de forma invariable, mora un fanático. Erizos y zorras, que tanto pueden alinearse con la llamada derecha que militar en las filas de la llamada izquierda, están condenados a no entenderse nunca. Jamás. Y por una razón bien simple: unas, las zorras, esperan en todo momento que su doctrina se someta al dictado de la realidad en lugar de pretender que sea ella, la realidad, quien se pliegue, de grado o por la fuerza, a sus designios tal como al invariable modo pretenden los erizos. Imposible, pues, dar con punto de tangencia alguno.

Tan antigua como el Universo mismo, la disputa, ahora ya encarnizada, entre Podemos y Ciudadanos por la tercera silla en la mesa de los grandes no es más que el enésimo combate en esa guerra secular entre las zorras y los erizos. Una disputa que acaso nunca termine. En España, país de rudo e ingrato secano a fin de cuentas, siempre se han aclimatado mucho mejor los erizos que las zorras. Salvo meritorias excepciones, el intelectual peninsular suele nacer con un erizo alojado en el cerebro. Recuérdese para el caso nuestra última matanza incivil, cuando los erizos azules y sus iguales, los erizos rojos, dieron en acuchillarse con saña durante un trienio con el aplauso militante de la intelligentsia patria. Y ahora vuelven, si no con las mismas pistolas, sí con el mismo espíritu cainita, tabernario y rifeño. Lo dicho, nada nuevo bajo el sol.

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