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José García Domínguez

¿Por fin enterrará Argentina a Perón?

Que el espectro inmemorial del peronismo vaya a ser desalojado de una vez de la Casa Rosada no resulta asunto evidente.

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Cuenta la leyenda que en cierta ocasión un periodista británico interrogó a Perón sobre cuáles eran las principales corrientes políticas de Argentina. Entonces, el caudillo comenzó a inventariarlas con alguna parsimonia. Estaban, según él, los radicales, los socialistas, los liberales, los comunistas, los democristianos… Algo inquieto ya, el otro le interrumpió para preguntar por los peronistas. "¿Los peronistas, dice usted? Peronistas son todos", espetó Perón. Y lo peor es que no mentía. Que Kirchner acaba de perder las elecciones parece claro, pero que el espectro inmemorial del peronismo vaya a ser desalojado de una vez de la Casa Rosada ya no resulta asunto tan evidente. Ni mucho menos. Habrá que esperar y ver.

A fin de cuentas, con Perón o sin Perón, el populismo que su movimiento terminaría de elevar a quintaesencia de la praxis política del país es un virus que atenaza a Argentina, igual que al resto del subcontinente, desde el instante mismo de la independencia. Un populismo, el político, que es como la pornografía: algo muy difícil de definir con precisión en el plano abstracto de la teoría, pero que cualquiera identifica de entrada al tropezárselo en la realidad. Jesús Silva Herzog, acaso el intelectual más brillante de México, ha identificado tres elementos esenciales en el populismo latinoamericano: un relato que idealiza al pueblo, la relación directa y vertical entre el líder y las masas y una deslegitimación constante de las instituciones del pluralismo democrático.

La misma tríada, por lo demás, que hoy hermana a todos los demagogos antisistema a ambos lados del Atlántico, empezando por Beppe Grillo y Le Pen y acabando por Maduro. Esos verborreicos charlatanes que predican sencillas y milagrosas doctrinas que saben falsas a un público que saben idiota, según la feliz definición de H. L. Mencken, representan el primer enemigo tanto para la libertad como para desarrollo económico. Y no solo en la América Latina, por cierto. En cualquier caso, tan perentoria se antoja la consolidación de una izquierda razonable en América –esa misma que pese a todas sus lacras encarna Rousseff en Brasil– como la de una derecha civil y civilizada, al estilo de la chilena. Veremos, pues, si Argentina termina de sumarse por fin a la causa común de la sociedad abierta, el respeto a la propiedad, los derechos civiles y la democracia liberal. Lo dicho: esperar y ver.

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