Albert Rivera en su sitio; Arrimadas, ausente
Rivera estaba donde debía estar: cumpliendo con los reyes. Por el contrario, el mutis de Arrimadas no cabe en nuestro limitado entendimiento.
El Día de la Fiesta Nacional, el supercandidato Albert Rivera pisaba las alfombras del Palacio Real con el garboso desparpajo de un húsar de la Princesa. Luego de haber transformado a Ciudadanos en una versión mayúscula de la aldea de Astérix (de la Roma de Astérix, sería lo correcto, ya que el aldeanismo y la barbarie en la Tarraconense campan de puertas hacia afuera), ahora ha conseguido que los arúspices sostengan que su partido podría ser el único que se coma el turrón sin romperse la muelas cuando llegue la hora de los comicios navideños. Razones suficientes para que Albert Rivera fuera el hombre del día -el luminoso objeto del deseo- durante un Día, el de anteayer, que debiera ser grande pero que en la espaciosa y triste España encalla en lo misérrimo. ¿Qué se puede esperar de un Estado tan feble que se encomienda a la cabrilla que pastorea la Legión para salpimentar la dignidad de sus ejércitos?
Pero esa, en cualquier caso, es otra historia que, por el momento, al menos, no atañe a Albert Rivera. Lo que sí le compete, lo que, quiéralo o no, le señala y le afecta, es que aparezca contrastada su imagen en Madrid, prodigando sonrisas y agavillando parabienes, con la que protagonizaba ese aluvión de buena gente que, en una Barcelona lejana, si no ajena, quiso dar fe de su nación contra viento y marea. ¿Cuántos fueron? ¿Diez mil, como asegura la gaceta de Godó aquejada, quizá, por un ataque de grandeza? ¿Únicamente cinco mil cuando es la Guardia Urbana la encargada de hacer las sumas y las restas? No obstante, y aun siendo muy notable, la cantidad de los manifestantes resulta intrascendente frente a la calidad del virtuoso impulso que les llevó a romper las ligaduras del silencio.
En ésta ocasión no hubo ningún partido distribuyendo pegatinas y soflamas al vuelo. También se echó faltar alguna asociación de campanillas (con cuartos en la hucha y aldabas en los medios) que hoy, por lo no visto, es más proclive a desahogarse en los platós que a desfondarse en el cemento. Y en lo que hace a los líderes, sólo García Albiol -que va al rebote por instinto, aunque sea a destiempo- supo imponer su altura y, a título privado, asomar la cabeza. Pero la lideresa, ay, brillaba por su ausencia. Por más que el populista popular (inoportuno por defecto y oportunista por exceso) le acusase de haber escurrido el bulto y de apuntarse al besamanos antes que a la pelea, Albert Rivera estaba donde debía estar: cumpliendo con los Reyes y con las expectativas que genera. Por el contrario, el mutis de Arrimadas es algo que no cabe en nuestro limitado entendimiento.
Cabría suponer -así a bote pronto, de malas a primeras- que los de Ciudadanos consideran que, tras la epifanía del 27-S, la horda soberanista ha aflojado el dogal que media Cataluña lleva ceñido al cuello. Que redimir de la orfandad y ser la voz de aquellos que, en territorio hostil, se concelebran en las barbas de los muecines del desprecio, que lo que ha sido, al cabo, su inapelable santo y seña, se torne un ejercicio de cálculo político, una modalidad usuraria de cubrir las apuestas. Peliagudo dilema. Porque lo cierto es que, si todavía es una incógnita quién mandará en éste país dentro de un par de meses, en su terruño no hay disputa: ahí mandan los de siempre.
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