El Partido Popular, un partido moderado y en buena medida abierto que logró atraer a no pocas personas procedentes de la izquierda política y sindical española por su entereza y valor en la lucha contra el terrorismo –con muchos asesinatos de propios en la calle–; en su lucha contra la irracionalidad y el totalitarismo intelectuales; en su batalla contra el dogmatismo económico autoritario, en su lucha contra la corrupción y a favor de la decencia pública, en su lucha por las libertades de las personas y en su lucha por la defensa de la nación española, está en un momento decisivo. Tanto, que puede ser un momento terminal, si bien muchos de sus responsables no parecen darse cuenta de que están en la UCI política nacional. El PP está al borde de una delgada línea azul más allá de la cual no hay supervivencia posible más que la testimonial y lejana a la posibilidad de cambiar cosas. Como tiene vocación de gobierno, no resistiría mucho en las trincheras y daría paso a no se sabe qué tras 25 años, con dimes y diretes y contradicciones miles, de refundación exitosa.
La derecha española es extraña. Junto a hombres y mujeres honestos capaces de pelear por una España digna y próspera en el seno de una democracia de larga duración y buenos logros históricos, coexisten cohortes completas de enanos mentales para los que el PP no es su partido sino su empresa, España no es más que el nombre con el que envuelven los propios intereses y la democracia no tiene un significado moral sino meramente comunicacional. Por ello, estos no son nada ni nadie, pero están en los puestos que poco a poco van logrando ocupar en el engranaje que hoy se exige a toda estructura política con vocación de gobierno. Manejan las técnicas de supervivencia en la gran organización pero no saben cuál es la dirección, ni el valor ni la meta. No saltarán nunca del barco salvo que el barco dé muestras de hundirse definitivamente porque lo suyo no es la ejemplaridad ni la virtud ni la coherencia. Lo suyo es sobrevivir como sea para vivir donde sea.
Ahora, cuando el electorado popular ha descubierto que ya no se es tan firme como antes contra la violencia política y los asesinos de ETA; que los mejores intelectos y críticos han sido despreciados por una cúpula mediocre a la que repugnan las ideas y sólo admira la propaganda y las peores creencias (como aquella que dice que para ganar al PSOE y a la izquierda lo mejor es no despertar a la fiera dormida del pueblo, en la convicción indemostrada de que este país es de izquierda, pase lo que pase y a pesar de haber gobernado 12 años); que ya no se es inmaculado en materia de corrupción, que eso de la libertad, dentro y fuera del engranaje, es más un eslogan para incautos que una causa por la que uno debe arriesgar incluso la vida, como sentenció para la eternidad nuestro Quijote, y que ya nadie sabe en qué nación española están pensando algunos de sus dirigentes, ahora, digo, ya puede ser tarde.
Hay poco tiempo. O la catarsis salvífica llega pronto y bien, esto es, antes del diciembre comicial y de manera clara, creíble y con resultados palpables e indudables, o el PP estará atravesando una delgada línea azul que le conducirá directamente a los tiempos oscuros de Alianza Popular, si no peores. Ya sé que muchos de sus dirigentes no se lo creen, a pesar de los hechos contundentes y los indicios razonables. Pues nada, como decía Lenin, si los hechos no coinciden con la teoría, peor para los hechos. Y peor para los millones de votantes sinceros y sufridos del PP que se verán en un brete cuando las dudas –la libertad las permite e incluso las exige– pueblen su cabina electoral.
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