El mito del Silicon Valley
El secreto no era la tecnología sino la ciencia. Se trataba de una extraordinaria concentración de inteligencia.
Queda mejor Silicon Valley que Valle del Silicio. Se refiere a una zona muy poblada al sur de San Francisco de California, la que corresponde más o menos con las misiones de Fray Junípero Serra. En ella, hace más de medio siglo, se asentaron las compañías pioneras en el desarrollo de las llamadas nuevas tecnologías de la comunicación. Tan poderosas son hoy que casi todos los españoles compramos algún producto de esas empresas todos los días. Es la apoteosis del desarrollo. Ni siquiera Alemania o el Reino Unido han logrado algo equivalente.
Pues bien, los políticos de distintos partidos españoles, de una y otra región, presentan como novedad la idea de convertir alguna ciudad de su influencia en "el Silicon Valley español". Asombra que haya lugar a tantas iniciativas del mismo calibre. Sobre todo porque ponen el carro delante de los bueyes. La versión española consiste en diseñar un rutilante polígono industrial con subvenciones para que sienten en él algunas empresitas relacionadas con la telemática y otras zarandajas de parecida estirpe. Pero esa iniciativa casi es lo contrario de lo que fue en su origen el famoso y único Silicon Valley californiano. Allí no se empezó con erigir edificios de diseño, ni mucho menos con subvenciones públicas. El secreto no era la tecnología sino la ciencia. Se trataba de una extraordinaria concentración de inteligencia.
Por una de esas casualidades de la vida me tocó trabajar un año en Palo Alto, California. Era el corazón de lo que luego se entendió como el Silicon Valley, por cierto, una zona rebosante de topónimos españoles. Frente a las fábricas de nueva planta, se generalizó la historia del garaje, donde empezaron algunos estudiantes avispados a montar calculadoras y ordenadores. No era nada extraño. Muchas casas exentas de la zona mantenían un amplio garaje, abarrotado de herramientas y cachivaches de todo tipo. Era lógico que ahí empezaran ciertos estudiantes aventajados a desarrollar sus experimentos tecnológicos. Pero lo fundamental no era eso, sino que en un radio de unos centenares de kilómetros se alzaban estupendas universidades como Los Ángeles, Berkeley (San Francisco) o Stanford (Palo Alto). En ella enseñaban e investigaban docenas de Premios Nobel o equivalentes. Recuerdo el detalle del parking central de la Universidad de Berkeley con este rótulo: "Exclusivo para NL", es decir, Nobel Laureates. Los coches eran muchos de alta gama europea.
Recordemos que en España el primer y último Premio Nobel científico fue Santiago Ramón y Cajal hace más de un siglo. (Severo Ochoa no cuenta, pues fue ciudadano de los Estados Unidos y, sobre todo, investigador de universidades de ese país). Pues bien, el tamaño crítico de la economía española no daría más que para levantar una única réplica del Silicon Valley. Habría que empezar por la instauración de un sistema de enseñanza superior, volcado hacia el esfuerzo y la investigación de científicos de primera calidad. Carecemos de tal base. Imaginemos la auténtica réplica. En el parking del rectorado de la Complutense (los jardines del antiguo Colegio Mayor José Antonio) figuraría este cartel: "Reservado para los Premios Nobel". Ya sé, es un sueño, una ironía. Pero sería la señal de que hemos empezado a edificar nuestro Silicon Valley por los cimientos. En el bien entendido de que el material del inmediato porvenir tecnológico ya no es el silicio, sino vaya usted a saber.
Desengáñense de las promesas de tantos concejales, dispuestos a inaugurar edificios inteligentes en los equivalentes españoles del Silicon Valley. Se dan mucho pisto al conceder subvenciones a los dizque emprendedores. En el mejor de los casos serán pura propaganda; en el peor, estafas. Una vez más, las palabras no son lo que dicen significar sino lo que realmente dicen.
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