"Nosotros, pareja gay, decimos no a las adopciones gay. Basta hijos de la química y úteros en alquiler. Los hijos deben tener un padre y una madre".
Estas horrorosas palabras no han salido de labios de un cardenal ni de un fascista ni de un ignorante retrógrado ni de un odioso homófobo. Las han pronunciado nada más y nada menos que Domenico Dolce y Stefano Gabbana, la pareja homosexual más conocida e influyente de la moda italiana.
Pero no se han quedado ahí, pues han admitido que, aunque les hubiera gustado ser padres, su condición de homosexuales se lo impide, pues "la vida tiene un recorrido natural, hay cosas que no se deben modificar. Una de ellas es la familia". Por lo que se refiere a ésta, Dolce ha afirmado:
Nosotros no hemos inventado la familia. La ha convertido en un icono la Sagrada Familia. Y no es cuestión de religión o estado social, no hay vuelta de hoja: tú naces y hay un padre y una madre. O al menos debería ser así. Por eso no me convencen los que yo llamo hijos de la química, niños sintéticos. Úteros en alquiler, semen elegido de un catálogo. Y luego vete a explicar a estos niños quién es la madre. Procrear debe ser un acto de amor. Hoy ni siquiera los psiquiatras están listos para afrontar los efectos de estas experimentaciones.
De no ser las de dos homosexuales, estas palabras habrían provocado el linchamiento universal de cualquiera que hubiera osado pronunciarlas, pues en los países de asentada corrección política mencionar estos asuntos está casi tan mal visto como negar la Trinidad en el siglo XVI. Sin embargo, a pesar de la mordaza impuesta por la ideología homosexualista, en lugares como Croacia la mayoría de los ciudadanos han decidido en referendo prohibir el matrimonio homosexual. En Eslovaquia, donde están prohibidos el matrimonio homosexual y la adopción por parejas homosexuales, se ha celebrado recientemente un referendo inválido por insuficiente participación pero que ha recogido un 90% de votos a favor de mantener la prohibición. Lo mismo sucede en otros países, sobre todo de la Europa oriental, como Rusia, Ucrania, Polonia, Letonia o Lituania. En cuanto a Europa occidental, en Grecia e Italia el matrimonio homosexual sigue sin estar reconocido. Los homosexuales irlandeses, checos, alemanes, austriacos y suizos sólo pueden regularizar su situación como uniones civiles, y en la muy progresista y laica Francia, a pesar de estar autorizado el matrimonio, el debate está lejos de cerrarse.
El discurso dominante pretende reducir el asunto a la existencia de amor. Si existe el amor, ¿dónde está el inconveniente para el matrimonio? El problema de este argumento es triple. Por un lado, el amor no tiene por qué ser el único elemento fundacional del matrimonio. De hecho, durante siglos ha sido muy secundario, cuando no ha estado ausente. Por otro, además del amor entre los contrayentes habrá que tener en cuenta los derechos de los terceros, en concreto la situación de unos hijos adoptados obligados a carecer de un padre y una madre. Y, finalmente, si el amor es la única condición, nada impediría abrir la puerta a la poligamia, todavía delito en el Occidente excristiano y legal desde hace milenios en otros ámbitos religioso-culturales. O a la consagración matrimonial del incesto, sin duda existente de facto aunque conserve su condición de tabú y en el que nadie podrá negar la existencia del amor.
Evidentemente, las parejas homosexuales son tan dignas de respeto como cualquier otra pareja. Nadie tiene nada que decir contra ellas. Sin embargo, la casuística matrimonial evidencia numerosos problemas de variada naturaleza que quizá conviniese tener presentes. Por ejemplo, hace poco, en nuestro país, dos hombres anteriormente casados con sus respectivas mujeres se divorciaron y, posteriormente, tras optar por la homosexualidad, se casaron a su vez. Uno de ellos no tardó en demostrar su dominio a golpes. La indefensión con la que se encontró el agredido, al acudir a la instancia de protección contra la violencia llamada "de género", consistió en que la ley sólo concibe ese tipo de violencia si la ejerce un varón sobre una mujer. En Inglaterra, un hombre, tras treinta años de casado y varios hijos, se da cuenta de que se siente mujer. Ni se opera ni se implanta, simplemente comienza a ponerse pelucas y a vestir ropa de mujer. Y continúa viviendo con su esposa e hijos como si nada hubiera cambiado. ¿La explicación? Que ella es mujer, pero lesbiana. En los Estados Unidos, una mujer transexualizada en hombre se casa con un hombre transexualizado en mujer, castración incluida. Como esta última, a pesar de representar el papel de mujer, no puede quedarse embarazada, el primero, que, a pesar de reclamar ser hombre, conserva el útero, recurre a la inseminación artificial de un tercero para poder tener descendencia. Ahora, en Argentina, un hombre transexualizado en mujer se casa con una mujer transexualizada en hombre. Y llega el embarazo. Naturalmente, en el útero del esposo. Y naturalmente, con el espermatozoide de la esposa. Confusa situación para su prole.
Estas situaciones extremas, contempladas con estupor por la inmensa mayoría de la sociedad, incluidos muchos homosexuales, evidencian un problema de hondas consecuencias personales, psicológicas, familiares, educativas, jurídicas y sociales. Y para resolverlo con justicia y humanidad hace falta pensarlo y debatirlo sin mordaza.
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