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Jesús Laínz

El gran eufemismo

Reconozco que eso del derecho a decidir suena muy bien: ¿habrá alguien tan malvado como para impedir que el pueblo decida sobre lo que le atañe?

Con algunos meses de retraso, por fin el Tribunal Constitucional ha proclamado la evidencia de la ilegalidad del referendo de Artur Mas. Aparte de su insostenibilidad jurídica, merece ser destacada la inutilidad del empalagoso eufemismo consulta popular no referendaria, pues, disfrácese como se quiera, referendo fue y la competencia para convocar referendos corresponde en exclusiva al gobierno de la nación, según establece una Constitución aprobada en su día con entusiasmo por CiU.

Otros imaginativos ejemplos de eufemismos destinados a dotar de seriedad a las reivindicaciones separatistas han sido el hoy algo olvidado ámbito vasco de decisión y, por supuesto, el soberanismo, que suena mucho mejor que ese secesionismo excesivamente evocador de los vencidos por Lincoln y que repiten todos los días unos gobernantes españoles incapaces de darse cuenta de haber caído una vez más en otra trampa lingüística de los separatistas.

Pero, saltando de eufemismo a eufemismo, el verdaderamente importante, pues su engaño no ha sido desactivado todavía, es el del derecho a decidir. Se trata de una invención muy reciente –no tendrá más de diez años–, pergeñada para superar la clásica autodeterminación una vez que los separatistas vascos y catalanes acabaron dándose cuenta de que sólo podía conducirles a un callejón sin salida por tratarse de una figura jurídica aplicable a los casos de descolonización y expresamente inutilizable para desmembrar un estado constituido. También se intentó colar la expresión derecho a ser, pero la abandonaron porque hasta ellos tuvieron que admitir que era demasiado grotesca.

Hay que reconocer que eso del derecho a decidir suena muy bien: ¿habrá alguien tan malvado como para impedir que el pueblo decida sobre lo que le atañe? También habrían podido emplear los conceptos derecho a dividir y derecho a destruir, y nada habrían cambiado con ello ni la naturaleza de la pretensión separatista ni sus consecuencias. Pero, evidentemente, dividir y destruir son verbos bastante más antipáticos que decidir. Primer asalto ganado por nuestros astutos separatistas sin que sus adversarios se hayan dado ni cuenta.

Pero todo lo que el derecho a decidir tiene de seductor también lo tiene de capcioso e insostenible. En primer lugar, es insostenible jurídicamente porque la Constitución no contempla la posibilidad de que los habitantes de una porción del territorio puedan decidir unilateralmente su pertenencia o no a España, al igual que cualquier otra constitución de cualquier otro país del mundo, incluido el proyecto de constitución de la Cataluña independiente redactado por el juez Vidal cuyo artículo 35 reza que el nuevo estado "se compromete a mantener los actuales límites territoriales" y reconoce el derecho de autodeterminación sólo para los países extranjeros. La excepción es la no escrita Constitución del Reino Unido, estado nacido del Treaty of Union acordado en 1706 por los parlamentos escocés e inglés y ratificado el año siguiente mediante sendas Acts of Union. Por el contrario, Cataluña es parte constitutiva de España desde su origen y nunca ningún parlamento de ningún reino catalán ni ningún parlamento de ningún reino español acordaron ningún tratado para unirse de mutuo acuerdo. Pero el gobierno español comete el error de limitarse a este punto para rebatir los planteamientos separatistas, pues si hoy una región española no puede votar unilateralmente su secesión porque la Constitución no lo permite, nada impide que una futura constitución sí lo permita. De hecho, dirigentes de Podemos, hoy por hoy el partido ascendente, han declarado recientemente que "aquellas naciones que quieran irse de España podrán hacerlo".

En segundo lugar, el derecho a decidir es insostenible desde el punto de vista democrático aunque los separatistas aleguen que lo antidemocrático es impedir votar a los catalanes. Pero ¿no privaría tan peculiar derecho al resto de los ciudadanos españoles de opinar sobre lo que a todos ellos afecta, es decir, la destrucción de su nación con todas sus consecuencias políticas, legales, económicas, militares, diplomáticas, familiares y sentimentales? Nos encontramos así con un conflicto de legitimidades democráticas irresoluble por la imposibilidad de llegar a un acuerdo sobre quién vota y dónde se vota, si bien parece indiscutible que deberían votar todos los ciudadanos afectados. Además, la democracia se fundamenta en unas reglas de juego que exigen la igualdad de derechos y la libertad de expresión para todas las opciones políticas, condición esencial que no se ha dado en una Cataluña en la que durante décadas las voces discordantes con el nacionalismo han estado acalladas, amenazadas y disminuidas en todos los ámbitos de la sociedad.

También es insostenible desde el punto de vista moral porque la actual hegemonía ideológica nacionalista, que con tanta urgencia se pretende aprovechar para lograr la secesión, es el fruto de décadas de falsificaciones, ocultaciones y mentiras tanto sobre el pasado como sobre el presente de España y Cataluña, como se ha denunciado mil veces. Además de la mentira, el otro eje del adoctrinamiento ha sido la inoculación del odio tanto a los ciudadanos en general a través de unos medios de comunicación sometidos al poder como especialmente a los niños a través de una enseñanza orientada políticamente. Y no debe olvidarse la presión del terrorismo nacionalista vasco, que ha acallado durante cinco décadas las voces opuestas al separatismo tanto en el País Vasco como en el resto de España. Así lo ha afirmado el autorizado Josu Zabarte, terrorista etarra recientemente excarcelado que declaró lo siguiente a su entrevistador (El Mundo, 20-oct-2014): "Mira en qué se han basado los estatutos de Cataluña. Se han aprovechado de la lucha de Euskadi desde un principio (…) Pujol ha sacado mucho de esto. Nos ha utilizado más de una vez diciendo: Si no queréis tener lo que tenéis en Euskadi…".

Pero todavía queda camino por recorrer. Pues, incluso en el improbable caso de aceptar el derribo de toda su argumentación histórica, jurídica, democrática y moral, los nacionalistas suelen acabar recurriendo al argumento sentimental: "Sí, pero me puede el sentimiento". Y, por un extraño fenómeno, ante la apelación al sentimiento todo el mundo guarda respetuoso silencio, como si se tratara de un argumento inatacable. Pero del hecho de que sea un sentimiento no se infiere que contenga en sí la verdad y la sensatez. Nada impide que los sentimientos, por arraigados que estén, puedan ser la consecuencia de errores y engaños: ¿experimentaría el nacionalista ese sentimiento sin el previo lavado de cerebro que le condujo a odiar a una España fraudulentamente presentada como enemiga? Además, los sentimientos no son garantía de acierto: los que más entienden de sentirse cosas son los pacientes de los manicomios.

Éste es el momento del gran salto en el vacío para aferrarse al argumento final: la voluntad. Todo lo demás, con lo que precisamente se ha ido construyendo eso que se llama conciencia nacional catalana, de repente sobra. Y, suprema inconsistencia, el nacionalista puede llegar a admitir la invalidez de las causas, pero nunca la de las consecuencias. Para ello suele usar el símil matrimonial: "Sí, los catalanes y los españoles nos quisimos durante un tiempo, como sucede en los matrimonios, pero ahora los catalanes queremos disolver el vínculo, como en un divorcio".

¿Tendrían, por lo tanto, los catalanes el derecho de romper unilateralmente el contrato social, en este caso el nacional, por mera voluntad? En un primer momento quizá pudiese funcionar como trampantojo, pero la más leve reflexión evidencia que una nación no es lo mismo que un matrimonio. Además, ya metidos en materia contractual, si la voluntad hace el contrato, una voluntad viciada lo anula. Y los tres vicios que pueden ser inducidos en la voluntad del contratante, según la milenaria tradición jurídica española y europea continental, son la violencia, la intimidación y el dolo. No hay mejor modo de explicar lo que ha sucedido en la sociedad catalana en las últimas cuatro décadas. La violencia y la intimidación han acallado a muchos que han preferido ceder, resignarse o marcharse de su tierra para vivir en paz. Y sin la actitud escandalosamente dolosa de unos gobiernos nacionalistas que han utilizado sus competencias para adoctrinar a la población en un delirio histórico y provocar un odio sin causa, tantos catalanes no desearían la secesión de España. Bajo la violencia, la intimidación y el engaño no hay forma de contrastar pareceres con libertad, de reflexionar con mesura y de tomar decisiones sensatas.

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