De San Lamberto a Tomás Gómez, el cefalóforo y el mártir
Retrató a Pedro Sánchez cual una marioneta, un títere, un pelele, un guiñapo, en el retablo que gestiona maese Rubalcaba.
En el amplísimo despliegue iconográfico que atesoran los mártires en la tradición cristiana, hay una estampa en especial, la de los santos cefalóforos, que intriga al más escéptico y descoloca al más pintado. El cefalóforo es aquel que -como hiciera San Lamberto, un baturro indomable- no se descose ante el verdugo, ni gime, ni pide árnica, sino que aguanta el tipo, deja que silbe el hacha y luego, cumplido el trámite, recoge su cabeza y abandona el patíbulo con ella bajo el brazo. Aquello ocurrió, obviamente, hace una eternidad, en circunstancias muy distintas amén de muy distantes. Entonces, verbi gratia, las degollinas de cristianos no se hacían conforme a la voluntad de Alá, sino a la de los decretos expedidos por el augusto Diocleciano. Y, en cuanto a los cefalóforos, ¿habrá que decir, acaso, que en su acepción más virtuosa, más ejemplarizante y más bienaventurada, ya no queda ni rastro? En un mundo atestado de pollos sin cabeza que corretean alocados hacia ninguna parte, el milagro es toparse con alguien que aún conserve la chola entre los hombros y la chaveta intacta.
Convengamos, no obstante, que el cefalóforo es, per se, un personaje tan rotundo, tan arrebatador, tan entrañable, tan fantasmagórico y, a un tiempo, tan fieramente humano que, aunque ya no sirva para despabilar las devociones, da de sí, cuando menos, para hilvanar una metáfora. Tal es el caso del compañero Tomás Gómez tras su martirio exprés de hace hoy una semana. El desdichado ex líder del socialismo madrileño, el entusiasta perdedor de todas las batallas (cabe la posibilidad, incluso, de que su única victoria, aquella que, in illo tempore, logró apuntarse en Parla, acabe convirtiéndose en su mayor fracaso) consiguió, sin embargo, crecerse un par de palmos, en lugar de menguar, al ser decapitado. Se enfrentó al menudeo de insinuaciones maliciosas con la sonrisa indómita de quien desprecia a los sicarios. Retrató a Pedro Sánchez -¡El rey está desnudo!- cual una marioneta, un títere, un pelele, un guiñapo, en el retablo que gestiona maese Rubalcaba. Y si besuqueó en la boca al judas que soñaba con borrarse del mapa (ese aprendiz de alguacilillo con ínfulas de alcalde) fue para echar el resto, redondear el lance y no quedarse, al cabo, con la hiel en los labios.
La cuestión es que Gómez, el lastre del partido, quiere jugar la prórroga y, si no se acalambra, llegar a los penaltis. De ahí que pese a todo -pese a no ser consciente de que el hacerlo es poco menos que acogerse a sagrado-, haya aceptado cefalóforo como animal de compañía y comparezca en los platós con la testa capada. En sólo siete días se ha comido el marrón, ha deglutido el sapo y ha puesto a sus verdugos a dieta de cizaña. Gabilondo, entre tanto, espera, desespera y disimula el hambre (el hambre de poder) con afeites retóricos y metafísicos visajes. ¿O es que no fue eso mismo, el hambre de poder, lo que empujó a Platón a avecindarse en Siracusa y a reírle las gracias a un dictador infame? Fray Gabilondo, empero, no es Platón, ni las trazas, y a estas alturas todavía no ha llegado a embarcarse.
Pero, mientras el aparato muñe el fraude y salpimienta el trágala, Tomás Gómez recorre el frente de Madrid con el aplomo y la apostura de un cefalóforo chulapo. Dignísimo trasunto de aquel San Lamberto, mártir, de cuya gloria dieron fe unas quintillas admirables: "El santo destos tiranos/ combates en tal crudeza/ salióse, sin cuentos vanos, / las manos en la cabeza,/ y la cabeza en las manos".
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