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Tomás Cuesta

¡Tate, tate, folloncicos! El Quijote y Pablo Iglesias

Convertir al Caballero de la Triste Figura en una palanqueta con la que asaltar el cielo es un chiste de párvulos, una memez impenitente.

Mientras que algunos buscan la calavera de Cervantes y aquel brazo mancado al desmochar infieles, otros han descubierto, a un paso de su tumba, que la revolución, más que un delirio, es un ensueño quijotesco. Travestido con galas del ingenioso hidalgo, he aquí a Pablo Iglesias, el villano ocurrente, reparando injusticias y enderezando tuertos: ¡Hacen falta quijotes! ¡Hacen falta quijotes! Vocea su hallazgo el líder con la mirada en llamas y la coleta al viento. Y la masa, transida, se encandila y babea: ¡Hacen falta quijotes! ¡Más quijotes que es la guerra!

¿Hacen falta quijotes? Después de la misa hipnótica que concelebró Podemos, ha llegado el momento de someter a los eslóganes a la prueba de fuego de las preguntas con respuesta… Y la respuesta es sí: hacen falta quijotes -y cuantos más mejor- con carácter de urgencia. A ver si es posible, al fin, que quien con tanto desahogo echa mano del libro cuando hay que zurcir arengas, aunque no le aproveche, al menos se lo lea. Vano empeño, sin duda. Para nuestro marxista "cool", desgalichado y posmoderno "Juego de tronos" (ese Amadís catódico que le ha derretido el seso) tiene mayor enjundia y exige menor esfuerzo.

Convertir al Caballero de la Triste Figura en una palanqueta con la que asaltar el cielo es un chiste de párvulos, una memez impenitente, un disparate que chirría incluso en ciertas aulas de la Complutense. Porque si a nadie se oculta que el héroe cervantino era un loco soberbio, su chifladura no casaba con la de los orates vocingleros que ahora se han propuesto encasquetarle el papelón de Hugo Chávez manchego. Total, con dos retoques hasta el más tonto enhebra un "meme". En lugar de armadura, un chándal caribeño. En vez de la bacía, una gorra de béisbol.

Si se dejó ganar alguna vez por el desánimo, don Miguel de Cervantes -que tuvo una vida perra, y muy pocos amigos, y como inconstante protector sólo al conde de Lemos- jamás tiznó su espíritu con el resentimiento. De ahí que si sus huesos supieran del suceso emigraría a un nicho donde nadie le encuentre. ¿Qué pinta su criatura, Alonso Quijano el Bueno, aguijando a las hordas contra esto y aquello? ¿De cuándo a acá el rencor le hizo picar espuelas? ¿Qué mezquino usurero aspira a enriquecerse falsificando su figura y multiplicando el rédito? Con la Iglesias hemos dado. Tornemos Sancho, que hay niebla.

Viene el buen Sancho a escena y la política le sigue igual que su jumento. El fiel escudero, al cabo, aspira a tocar poder, a gozar de esa ínsula que su señor desprecia. Y condiciones tiene pues sabe a ciencia cierta que los molinos son molinos, que los rebaños son rebaños y que las fantasías, por hermosas que sean, no logran allegar un mendrugo a sus muelas. Otra cosa es que, luego, tras cumplirse su anhelo, huya despavorido de un lugar que no acepta ni a los que pecan de sensatos ni a los que ofenden por honestos. Y ése es el busilis, el quid de la cuestión, la madre del cordero. Las ínsulas Baratarias son moneda corriente. A Sancho Panza, en cambio, le descatalogaron hace tiempo. "Desnudo entré en la ínsula, y desnudo salgo. Ni pierdo, ni gano". ¿Qué gobernante, hogaño, puede argüir lo mismo sin titubeos ni pamemas?

¿Hacen falta quijotes? Remachemos el clavo: hace falta el Quijote y hace falta leerlo. Y lo suyo, entre tanto, es que los maestrillos de plató y los agitadores de opereta atiendan el recado que dejó Cide Hamete junto a la excelsa pluma que alumbró al caballero: "¡Tate, tate, folloncicos!, de ninguno sea tocada…".

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