Éramos pocos y parió la abuela
El rey ha de pagar sus deudas y está obligado a dar alimento a sus hijos, incluidos los no legítimos.
Toda monarquía es un anacronismo de privilegios. Un rey sin privilegios no puede ser un rey. Y uno de esos privilegios es el de ser inviolable. Lo haya cometido o no, no puede ser acusado de ningún delito. Y así debe ser porque, en su caso, por encima de la Justicia está la necesidad de dotar de estabilidad a la institución. No se trata tanto de que el rey pueda hacer lo que quiera como de evitar que pueda ser perseguido con cualquier pretexto. Naturalmente, el privilegio conlleva una obligación igualmente inconcebible para un ciudadano corriente. En caso de que exista un vehemente indicio de que efectivamente el rey cometió un delito, la única forma de defenderse de la acusación pública, que no podrá nunca ser judicial, es abdicando y permitiendo que los tribunales demuestren su inocencia. Pero, una vez demostrada, en el caso de efectivamente ser inocente, ya no podrá volver a ser rey. En la práctica, esto significa que la sospecha medianamente fundada de que el rey ha cometido un delito acabará necesariamente con su abdicación, so pena de poner en riesgo la institución misma. Así que el rey no es igual al resto de españoles porque, para ejercer su función, no puede serlo.
Naturalmente, la inviolabilidad que disfruta en el ámbito penal no se extiende al ámbito civil. El rey ha de pagar sus deudas y está obligado a dar alimento a sus hijos, incluidos los no legítimos. Entonces, ¿por qué los tribunales de instancia no admitieron, fundándose en su inviolabilidad, las demandas de paternidad que contra él se presentaron? La razón se halla en un error que se cometió al redactar la Constitución. Antes de 1978, las leyes españolas trataban de forma desigual a los hijos legítimos e ilegítimos. Los padres de la Constitución quisieron acabar con esta situación y, cuando redactaron el art. 39.2, escribieron: "Los poderes públicos aseguran asimismo la protección integral de los hijos, iguales éstos ante la ley con independencia de su filiación (…)". El error consistió en creer que esta igualdad de los hijos con independencia de la filiación debía extenderse a los hijos del rey en todo caso, sin caer en la cuenta de que, mientras para los normales ciudadanos esta igualdad repercute en el derecho a alimentos y a la herencia, entre los hijos del rey afecta además a la sucesión de la Corona de España. Así, cuando en el artículo 57.1 se dijo que ésta es hereditaria en los sucesores de Don Juan Carlos I de Borbón, se olvidó añadir al sustantivo sucesores el adjetivo legítimos. Es verdad que eso iba en contra del art. 39.2. Pero también lo iba el que dentro del mismo grado se prefirera el varón a la mujer y dentro del mismo sexo el de mayor edad al de menos, porque de todos los hijos sólo uno puede ser rey. Pero al olvidarse añadir el adjetivo hicieron que cualquier demanda de paternidad tuviera que ser bloqueada con cualquier pretexto con el fin de evitar que la línea de sucesión se viera alterada. Precisamente, en el caso de Albert Solá, varón nacido en 1956, cuya demanda ha sido desestimada por el Tribunal Supremo, de haberse fallado por los tribunales que es hijo del rey Juan Carlos antes de que Felipe VI accediera al trono, Felipe habría sido rebajado a la condición de infante y Albert ascendido a la de Príncipe de Asturias. La situación es tan absurda que el rey que sea varón puede en cualquier momento privar al Príncipe de Asturias de su posición reconociendo a un hijo extramatrimonial de mayor edad, o simplemente varón si la princesa es mujer, sin que los tribunales, apelando extemporáneamente a su inviolabilidad o a cualquier otro pretexto, puedan hacer nada para impedirlo.
De forma que, por no haber querido decir eso tan feo de que los sucesores a la Corona de España sólo pueden ser los hijos legítimos y en ningún caso los ilegítimos, aquí nos encontramos a punto de que sea reconocida como hija del rey una persona que nunca ha pertenecido a la Familia Real. No sólo, sino que, en estricta interpretación de la Constitución, en caso de prosperar su demanda, Ingrid Sartiau, nacida en 1966, tendrá que ocupar el lugar que le corresponda en el orden de sucesión, que en este caso sería por detrás de la infanta Cristina y de sus hijos. Una posición que podría no ser al fin y a la postre tan remota si la infanta, imputada por delito fiscal, acaba renunciando a sus derechos sucesorios.
La única solución razonable a este embrollo es entender que, aunque la Constitución no lo diga expresamente, sucesores a la Corona de España sólo pueden ser los hijos legítimos del rey. Y que eso no se opone al artículo 39 porque los hijos del rey, legítimos o ilegítimos, en el ámbito civil siguen siendo iguales. Por lo tanto, en caso de quedar acreditado que Don Juan Carlos es padre de cuantos hijos haya podido tener fuera de su matrimonio, los derechos de éstos se limitarán a los que las leyes civiles les reconozcan, sin que en ningún caso pueda verse afectado el orden de sucesión a la Corona de España, incluso si resultasen extinguidas todas las líneas llamadas en Derecho. Estoy seguro de que en el Consejo de Estado hay letrados de sobra cualificados para defender esta tesis con mucho mejores fundamentos de los que a mí se me puedan ocurrir ahora. Con esta interpretación, las demandas de paternidad que pudieran producirse contra Don Juan Carlos e incluso contra Felipe VI, si fuera el caso, no tendrían efectos públicos para los españoles y se limitarían a cuestiones civiles y patrimoniales dentro del seno de la Familia Real. Y así debe ser.
Otra cosa es que, habida cuenta de las responsabilidades que esperaba Don Juan Carlos tener que soportar, sea altamente reprobable su insensatez. Son cosas que pueden afectar gravemente no sólo a él, también a sus sucesores. No ya es que pueda verse alterado irregularmente el orden de sucesión a la Corona, que eso es cosa que ya encontrarán los tribunales el modo de evitar, sino que esa irresponsable conducta le deja hoy a Felipe VI un miura más que torear, como si no fueran ya bastantes los sablazos de su cuñado, las evasiones fiscales de su hermana y las amistades extremadamente peligrosas y sospechosamente interesadas de su padre. Y todo esto sucede mientras reina sobre un país que amenaza con romperse después de haberse rendido en parte a los terroristas un momento antes de hundirse económicamente. Es como para que exclamara: "¡Éramos pocos y parió la abuela!". Y tendría razón, casi literalmente.
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