Otro Día D en la ruta de Artur Mas
¿Cuánto tiempo se puede mantener movilizada a una porción notable de una sociedad en pos de un objetivo como la separación de Cataluña de España?
Hay una pregunta simple pero importante: ¿cuánto tiempo? Es decir, cuánto tiempo se puede mantener movilizada a una porción notable de una sociedad en pos de un objetivo como la separación de Cataluña de España. Un objetivo que incluso para sus partidarios muy motivados debe aparecer como difícil y complejo y es de suponer, si no han perdido del todo el sentido de la realidad, que también como un objetivo que entraña algún coste. La minoría independentista catalana, que es una minoría considerable, ha permanecido activa, diríamos incluso que enfebrecida, durante los dos últimos años. ¿Se mantendrá en igual estado para las autonómicas que Artur Mas acaba de adelantar al 27 de septiembre?
No hay duda de que los dirigentes políticos que iniciaron el proceso harán lo posible para que así sea, y para que suceda el fenómeno paralelo: la desmovilización de la mayoría que no quiere la secesión. El simulacro del 9-N mostró al mismo tiempo la debilidad y la fortaleza del bloque independentista: es minoritario, sí, pero está dispuesto a acudir cada vez que se le llama, sea para manifestarse, sea para votar en urnas de pega. En unas elecciones, su fuerza es mayor cuanto menor sea la participación global. Mucho depende, por lo tanto, de cómo se repartan la pasividad y el desapego en estas nuevas autonómicas anticipadas.
El 9-N fue la gran culminación de un par de años de incesante e intensa campaña por el derecho a decidir y la independencia. Después de tanto, el resultado fue tan poco que lo lógico sería una tensión descendente, el anticlímax, que el desencanto royera las bases del independentismo. El barómetro de diciembre CEO, el instituto de opinión catalán, arrojaba, en efecto, un descenso significativo del apoyo a la independencia: por primera vez desde finales de 2012, los noes (45,3%) superaban a los síes (44,5%). En el sondeo anterior, de finales de noviembre, los que decían que votarían a favor de la independencia en un referéndum eran el 54,7 por ciento.
No apostaría yo, sin embargo, por la consolidación de esa tendencia. Es cierto que la creencia, machaconamente difundida por los gobernantes catalanes, de que la abrumadora mayoría de la sociedad catalana deseaba votar sobre la separación de España quedó desmentida el 9-N, sin que su carácter de mascarada, de votación no válida y no legal, pueda aducirse como desincentivo. Igual puede sostenerse que, justo porque no tenía consecuencias lo que se votara ese día, tanto más animaba a acudir.
La caída de ese mito tan cultivado por el independentismo tiene, con seguridad, efectos: la opinión tiende a aglutinarse en torno a la corriente que percibe como mayoritaria y a alejarse de la que percibe en minoría. Pero el fervor, y el bloque independentista es ferviente, no disminuye necesariamente cuando se topa con la realidad: con su realidad minoritaria. Tras un impasse, puede volver a su condición monolítica y convencida de antes, y acudir al 27-S tan movilizado como a todos los Días D que Artur Mas ha venido fijando a lo largo de su errática ruta.
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