Suma y sigue
Ha sido un golpe brutal del islamismo contra el único medio de comunicación europeo que se había atrevido a desafiarlo abiertamente.
Sabemos poco del atentado, salvo quizá lo más preocupante: que no es un hecho aislado, sino más bien todo lo contrario, y que es un golpe brutal del islamismo contra el único medio de comunicación europeo que se había atrevido a desafiarlo abiertamente.
El crimen de hoy se produce en un momento en el que los países occidentales están continuamente desarticulando células y deteniendo terroristas en fase de preparación de atentados. Se cuentan por docenas los detenidos en los últimos meses en Europa Occidental acusados de planificar atentados islamistas o de enviar dinero o personas a luchar a Siria.
Pero nada de esto es suficiente. El catálogo de terroristas islámicos se amplía en todas las direcciones: miembros de redes jerarquizadas o individuos solitarios, inmigrantes de segunda o tercera generación, conversos al islam o nativos, visitantes de campos de entrenamiento o participantes de las guerras de Siria e Irak. Son muchos, de origen y trayectoria tan diversas que, simplemente, las fuerzas de seguridad no pueden pararlos a todos.
A su vez, los métodos con los que atentan en nuestras calles son enormemente heterogéneos: da igual bombas, cuchillos, martillos, kalashnikovs o coches lanzados a toda velocidad. Y comisarías, zonas comerciales o mercadillos navideños. Usan métodos demasiado variados, impensables o inauditos como para preverlos a tiempo.
Así las cosas, no hace falta ser adivino para saber que a la barbarie de la sede de Charlie Hebdo seguirán otras en nuestras calles. ¿Debemos entonces aceptar mansamente los asesinatos periódicos en nuestras ciudades al grito de "Alá es grande"? ¿Cruzar los dedos para no encontrarnos en toda nuestra vida con un terrorista islámico en un centro comercial, un aereopuerto o un estadio de fútbol?
En verdad, no hay nada misterioso e inevitable en los atentados que periódicamente asuelan nuestras calles. El terrorismo no es más que un medio para imponer una voluntad, y en cuanto tal necesita unas condiciones y unas circunstancias, tanto morales como materiales. Que se crean mucho antes de que el crimen se produzca. Desde este punto de vista, las sociedades occidentales constituyen hoy el caldo de cultivo perfecto para los grupos islamistas. Citaré sólo unos ejemplos, quizá los más polémicos.
Los regímenes de libertades permiten a los islamistas hacer proselitismo, recaudar dinero para fundaciones radicales o viajar libremente de país en país. Lo permiten las libertades de culto, opinión, movimientos. Los derechos occidentales son, a día de hoy, un instrumento en manos de quienes los desprecian: los islamistas simplemente usan las libertades occidentales contra ellas mismas, para eliminarlas. Esta cuestión clásica -la de la tolerancia con los intolerantes, la de los límites de derechos y libertades con sus enemigos- les resulta a los europeos desagradable, pero no por eso van a tener que dejar de planteársela en algún momento.
Las sociedades occidentales tienden a tratar al islam como al resto de culturas o religiones presentes en su seno. Los europeos no quieren pensar en que esto pueda ser de otra manera. Pero a la vista está que no es así. Los europeos evitan pensarlo, pero lo cierto es que el proyecto común de los musulmanes -moderados o fanáticos- para Europa es incompatible con las instituciones europeas, y éste es el marco en el que unos asesinan y los otros evitan colaborar con las autoridades en su represión. Tampoco los europeos entienden muy bien esta solidaridad de fondo entre unos y otros. Que es la que ha creado campos de impunidad, no sólo en guetos marginales, sino en las mezquitas más conocidas, donde hace captación de radicales. También a la cuestión de cómo tratar al islam, moderado o no, deberán enfrentarse los europeos tarde o temprano.
Esto respecto a las circunstancias internas de nuestras sociedades. Pero no menos contradictorias son las circunstancias externas. Los ejércitos occidentales luchan contra el yihadismo en países remotos. En el Sahel, Afganistán o Irak se juega buena parte de la lucha contra el terrorismo. Como ocurre con las fuerzas de seguridad, tampoco es suficiente la acción militar. Aunque también esto los occidentales evitan afrontarlo, lo cierto es que tan importantes como las pickups artilladas o los blindados del ISIS en Irak lo son las páginas web, las fundaciones culturales o humanitarias sostenidas por las monarquías islámicas del Golfo Pérsico. ¿Tiene sentido combatir a yihadistas o detenerlos cuando se buscan inversiones de los patrocinadores del islamismo radical? Si la famosa frase de Marx –los capitalistas nos venderán la soga con la que les ahorcaremos– tiene algún sentido, lo tiene con la relación que los occidentales tienen con las monarquías islámicas, que constituyen, en el fondo, el sostén de la ideología islamista cuya última fase es el atentado.
En conclusión: los occidentales se han acostumbrado a combatir el yihadismo y el terrorismo en la última fase del proceso: cuando actúa en París o en Irak. Pero entonces es tan heterogéneo, tan variado y tan extenso que una y otra vez los ataques se suceden. Se muestra imparable, invencible. La clave está más allá del momento. Con una cultura centrada en el instante, en el aquí y el ahora, los occidentales van a tener que afrontar tarde o temprano cuestiones que hoy evitan, y que hasta hace poco parecían impensables: el alcance y los límites de sus sistemas de libertades en relación con los que las niegan; su relación con una religión, la islámica, que representa la negación de los valores e instituciones occidentales; y su relación con países y regímenes que, en última instancia, constituyen el origen primigenio de la ideología que desemboca en las matanzas que se nos hacen habituales.
Mientras las sociedades occidentales no se planteen estas cuestiones, será materialmente imposible evitar que los crímenes islamistas en nuestras calles continúen su progresión. El suma y sigue está garantizado.
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