Cuba y el aislamiento de las dictaduras
Hay, al respecto, opiniones divergentes, pero a mí me convencen más las que apuntan que el aislamiento tiende a fortificar al régimen dictatorial.
Poco después de que el presidente Obama anunciara la normalización de las relaciones con Cuba, las voces de los disidentes y exiliados cubanos expresaban decepción y pesimismo. Carlos Alberto Montaner, que ya había anticipado el giro norteamericano y se mostró contrario, escribía en este periódico que para él no había duda de que se trataba de "un triunfo político total por parte de la dictadura cubana". A fin de cuentas, decía,
en La Habana están eufóricos. Washington ha hecho una docena de concesiones unilaterales. Cuba, en cambio, se ha limitado a farfullar unas cuantas consignas.
La bloguera Yoani Sánchez publicaba un comentario que avanzaba una similar valoración del deshielo que otros aplaudían. "El castrismo ha ganado", concluía en un artículo que exponía cómo la detención de Alan Gross por parte del régimen castrista fue "un anzuelo" destinado a conseguir la puesta en libertad de los tres espías cubanos detenidos en EEUU y que salieron en el canje.
Si se revisan los cinco años de cautiverio padecidos por Gross, se verá un estudiado guión informativo con que el Gobierno cubano ayudó a presionar a la administración Obama.
El júbilo del régimen castrista, los orquestados vítores que siguieron al anuncio de la Casa Blanca, mostraban el empeño de la dictadura cubana por ordeñarlo propagandísticamente. Y no sólo ella aprovechaba la ocasión. En algunos medios españoles, por ejemplo, fue una nueva oportunidad para descalificar al exilio cubano, lógicamente muy crítico con la normalización. La prolongada y extraña (es un decir) fascinación por Fidel Castro que ha habido en España ha consolidado la costumbre de atacar a los exiliados antes, y con mucha más saña, que a la dictadura de la que huyeron.
Normalizar las relaciones con una dictadura provoca repugnancia moral, y la provoca ante todo en quienes son sus más directas víctimas, que sienten un natural desamparo cuando asisten a la transformación del rechazo internacional en una suerte de apretón de manos. Pero. Siempre hay un pero, y en esta delicada cuestión también. Porque no es evidente que el aislamiento internacional de una dictadura y las sanciones económicas que suelen acompañarlo sean instrumentos útiles para lograr que acceda a una transformación democrática o, caso más improbable, provocar su derrocamiento.
Hay, al respecto, opiniones divergentes, pero a mí me convencen más las que apuntan que el aislamiento tiende a fortificar al régimen dictatorial, que dispone entonces de un enemigo externo contra el que dirigir el descontento y al que culpar de los fracasos. Además, es improbable que el encerramiento y la escasez de intercambios comerciales y personales con el exterior favorezcan que surja una demanda de democracia en las sociedades que se encuentran bajo dictaduras. Si echamos la vista atrás, hacia nuestro propio pasado, veremos que los años de aislamiento internacional de la dictadura de Franco, entre 1946 y 1953, no fueron precisamente los de mayor debilidad de la misma, sino todo lo contrario.
La dictadura cubana canta victoria, como hacen todas las dictaduras en estos casos. Puede incluso que gane tiempo. Pero no ganará la partida.
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