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Ignacio Gomá

¿Una Constitución zombi?

No se puede uno escudar en la coyuntura para no hacer cosas que son imprescindibles. Al contrario, es el momento de hacerlas.

Una vez más llega el 6 de diciembre, trigésimo sexto aniversario de la Constitución, y hemos de disponernos a oír los tópicos característicos de la ocasión. Aunque, en realidad, este año tenemos algunas novedades: resulta que ahora Pedro Sánchez considera oportuno negociar sobre la Constitución, mientras que el presidente del Gobierno entiende que no es el momento porque hemos de centrarnos en la economía, que es la prioridad.

Desde luego, esta efemérides no debería ser ocasión para vacuas generalidades sino para reflexionar sobre si realmente ha llegado el momento de plantearse una reforma constitucional, a la vista de la crisis no sólo económica sino institucional que nos atenaza. Vaya por delante que para mí el origen del problema no es jurídico. No debemos caer en el vicio de nuestros dirigentes, que identifican hacer política con rellenar unas cuantas páginas más del BOE, aunque esas páginas sean verdadero papel mojado hecho sin pensar y para no ser aplicado, pero que, eso sí, sirven para que ellos se pongan la medalla. Por eso las proposiciones de Sánchez son simples acciones para la galería: sólo pretenden una salida airosa a sus propias contradicciones internas. La cuestión no es reformar la Constitución, sino saber en qué sentido debe reformarse el sistema político. Lo contrario es tanto como decir que como un edificio tiene goteras hay que reformar los estatutos de la comunidad.

Claro que la posición de Rajoy tampoco es muy consistente. Sin duda, como dice Michel Ignatieff, la cualidad principal de un político es saber cuándo ha llegado el momento de una idea; y el presidente entiende que todavía no ha llegado el de tocar el sistema político. Claro que si se refiere al tema territorial quizá tenga razón, porque para entrar en ese tema es preciso que se haya rebajado en muchos grados la temperatura emocional y que prevalezcan los datos objetivos y los hechos sobre las consignas. Pero, lamentablemente, la actitud excesivamente pasiva del Gobierno en el 9-N y su incapacidad para defender lo que ya está escrito hoy en la ley no hace pronosticar que en una futura fuera a prevalecer el bien común sobre el oportunismo político.

Pero es que nuestro problema político no puede quedar limitado a Cataluña o, en general, al indudable mal diseño del Título VIII, que no ha favorecido, con su incoherencia y poca claridad, la convivencia regional. No, el problema es que incluso lo que está bien diseñado y sobre el papel responde a una democracia avanzada, en la realidad languidece porque modificaciones posteriores o la simple práctica partitocrática han conducido a que pilares esenciales de la democracia se conviertan en papel mojado. Esta es la verdadera cuestión: el mandato representativo ha fenecido a manos de los partidos, que son los que ostentan el verdadero poder de decisión, sustituyendo la voluntad del representante; el Parlamento, en teoría depositario de la soberanía nacional, pierde su primacía a favor del Poder Ejecutivo y a través de él de los partidos. Se sabe de antemano y con total precisión qué proyectos van a salir y cuáles no, por lo que los debates parlamentarios son hueros, simples comparsas de lo inevitable. La voluntad del Parlamento no es ya la voluntad general, sino simplemente la voluntad de la mayoría, con lo que se degrada la esencia de la misma democracia e impide un adecuado control del Poder Ejecutivo; el dogma de la separación de poderes es una simple indicación vacía, cuando el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional se encuentran politizados en sus órganos rectores, como ocurre en otras agencias de control del poder público.

El Leviatán que se consiguió trocear con la modernidad vuelve ahora recompuesto bajo otra apariencia, representada en la oligarquización de los intermediarios del poder. Cabría decir, pues, que la Constitución, forjada al fuego de El espíritu de las leyes de Montesquieu es más bien hoy un personaje de la serie televisiva Walking Dead, un zombi, más muerto que vivo, en metáfora ya utilizada por el conocido sociólogo Ulrich Beck a propósito de la familia moderna y que viene aquí muy a cuento debido a que formalmente los textos legales siguen respondiendo a un paradigma liberal que ya no existe porque la realidad política ha destrozado ese sistema de contrapesos, aunque a la cúpula dominante interese mantener la apariencia de que todo sigue igual, exacerbando el ritual parlamentario vacuo y escenificando artificiales contiendas ideológicas que en realidad responden a puras tácticas electorales enfocadas simplemente al reparto del pastel y nunca al interés general, que, por la propia dinámica del sistema, queda apartado.

Por eso, volviendo al principio, decir que no es el momento de plantearnos una reforma constitucional engloba dos engaños: primero, porque se pone en la mira la cuestión territorial, cuando el verdadero problema es el institucional, sin cuya resolución difícilmente se va a poder encarar aquel; segundo, porque ampararse en la economía para no cambiar nada es ignorar que un verdadero desarrollo económico a medio o largo plazo no se da sin unas instituciones que funcionen debidamente y que permitan que prevalezcan la verdadera justicia, la competencia, la meritocracia, la eficiencia y el sentido común. Sin ellas continuará el amiguismo, la corrupción, la ineficacia, el dispendio de recursos públicos y la mediocridad que tenemos ahora, aunque circunstancias coyunturales nos permitan respirar económicamente en un futuro.

No se puede uno escudar en la coyuntura para no hacer cosas que son imprescindibles. Al contrario, es el momento de hacerlas porque, de mejorar la economía, se perderá el impulso reformador. Pero, cuidado, es difícil que quienes manden lo hagan voluntariamente, porque ello significará que pierdan parte de su poder. Ha de ser la sociedad civil la que lo exija presionando sin desmayo para que se introduzcan las reformas necesarias para que el poder gire su mirada de las cúpulas de los partidos hacia el ciudadano, al menos en la parte necesaria para lograr el deseado equilibrio. Para eso puede que no sea imprescindible una gran reforma constitucional, y mucho menos destrozar el sistema desde fuera, como nuevos cantos de sirena que se nos ofrecen. Quizá baste con liberar al zombi de su maldición.


Ignacio Gomá, editor de ¿Hay Derecho?

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