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Daniel Blanco

Mi ídolo Fernando Martín

No sólo se mató un jugador, se mató uno de los que a mí me hicieron comprender que este deporte merece la pena, en muchas ocasiones más que el futbol.

Recuerdo aquella tarde de diciembre como si fuera ayer. Llovía en Madrid y, sobre las cuatro, un poco después de comer, en mi habitual rutina de escuchar la radio los domingos, algo me empezó a preocupar. José María García relataba como, de camino hacia el estudio de Antena 3 Radio, había observado un accidente mortal en la M-30 madrileña. Tras algunas pesquisas se empezó a rumorear con una fuerza tremenda de que el accidentado y fallecido era un jugador de la primera plantilla del Real Madrid de baloncesto. El rumor se hizo noticia sobre las cuatro y media. Era Fernando Martín.

Los goles, los estadios de fútbol que pasan a primer plano un domingo por la tarde eran secundarios aquel 3 de diciembre de 1989. Toda la información se basó entonces en la muerte del que para muchos era el mejor jugador de la historia del basket español. Asistimos a la llegada con cuentagotas de todos los compañeros de la plantilla al hospital, poco después de que, en el vestuario, se esperara con falsa esperanza a todos los componentes. Pero uno no iba a llegar.

Asistimos en televisión y radio al aplazamiento traumático de toda la jornada, del silencio en el Palacio de los Deportes, de la llegada de la madre y el padre de Fernando al hospital. De la reacción de los jugadores de la plantilla de fútbol que se enteraron de la muerte de Martín, en Vigo, en el descanso del partido que estaban jugando ante el Celta. Una tarde que yo recordaré siempre, de forma triste.

Y el día siguiente, leyendo sobre una cama del hospital Nuestra Señora de Loreto en Madrid, los periódicos deportivos. Esa mañana un accidente escolar me había obligado a pasar unas navidades algo incómodas. Y a tus catorce años piensas: "joder, qué fastidio lo de la pierna rota", sin reparar en que la tarde anterior, los auriculares de tu radio te relataban algo que sí era un fastidio, irrecuperable, algo que todavía, 25 años después, no llegas a comprender

Y me acuerdo ahora que se fue ese día una parte importante del baloncesto español. No sólo se mató un jugador, se mató uno de los que a mí me hicieron comprender que este deporte merece la pena, en muchas ocasiones más que el futbol. Y aquella tarde a este chico le dio por correr demasiado, por saltarse dos setos hasta impactar frontalmente con otro vehículo. Es la entrada a la M-30 viniendo de Barajas, en el Puente de Avenida de América y es una curva muy pronunciada. Iba a una velocidad desmesurada, no se sabe por qué. O sí, porque a Fernando le gustaba correr, siempre lo reconoció, hasta no entender que le podía traer un disgusto.

Pero Fernando, por lo que cuentan, siempre era así. Antonio, su hermano, siempre lo recuerda como un ganador nato, inconsciente pero coherente, alocado, pero tremendamente generoso con todo lo que le rodeaba. Un gran hombre. Un hombre que se atrevió a dar el paso a la NBA cuando era Dios en la ACB. Muchos no lo entendieron, incluso en la Federación, que cambió los estatutos, para no dejarle volver a la selección. Por eso, en los Europeos de Atenas 1987 y en los Juegos de Seul 1988, la selección no tuvo a Fernando.

A los 25 años de la muerte de Fernando todos le seguimos recordando. Audie Norris, pívot del Barça y gran rival de Martín, también. Hace una semana, en el diario El Mundo, reconocía en una sobrecogedora entrevista que se mataban en el campo, se odiaban deportivamente, pero Audie fue uno de los primeros en la capilla ardiente, llorando como un niño la pérdida de su amigo del alma, de su rival acérrimo. Una historia de amistad llevada a las últimas consecuencias.

La ACB también le recuerda con homenajes estos días y el domingo en el derbi de los dos equipos de su alma, Estudiantes y Real Madrid. Martín, con acento en la I, no lo olviden, porque a Fernando siempre le gustó que guardasen el apellido cuando fue a jugar a EEUU, no fuera a ser que los americanos le quitasen la tilde y lo pronunciaran sin ella, Martin. El ego de Fernando no lo hubiera consentido.

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