La que nos están preparando
Tendremos que conformarnos con ser humildes extranjeros de segunda en Cataluña y avergonzados españoles a este lado del Ebro.
La reforma constitucional está siendo destilada en un alambique clandestino para luego embotellarla y venderla como jarabe curalotodo. En principio, parece que los únicos que quieren la reforma, sin decir en qué va a consistir, son la gente de la izquierda no nacionalista. La derecha en el Gobierno parece sólo inclinada a hablar de ello, pero siempre que sea después de que se le diga qué se quiere hacer. Y los nacionalistas afirman con vehemencia que ya nada que no sea la completa y total independencia les satisfará. Todo es una impostura. Los únicos relativamente sinceros son los independentistas más extremos. El resto lleva tiempo hablando del contenido que tendrá esa reforma, que se presentará como la que salvará a España de la ruptura. Pero ¿cómo será?
Naturalmente, no se piensa tocar nada que exija la disolución de las Cámaras y el posterior referéndum, sino que la colarán de forma que baste el voto favorable de tres quintos del Senado y el Congreso. Para lo cual se empleará seguramente una disposición adicional que no derogará expresamente más artículos que los que puedan reformarse sin esos requisitos o se limitará a derogar tácitamente los que se opongan a ella. Se dirá que Cataluña es una nación, se hablará de la singularidad del pueblo catalán y se le atribuirán nuevas competencias. Tanto éstas como las que ya tiene podrá ejercerlas de manera exclusiva, de forma que no exista ya la obligación de acomodarse a ninguna legislación estatal, especialmente en educación y en materia lingüística. Se reconocerá un Poder Judicial distinto del que haya en el resto de España, de forma y manera que un Tribunal Supremo catalán será allí la última instancia. Se arbitrará un sistema para que Cataluña participe en las decisiones relativas a las relaciones internacionales en todo lo que no sean estrictamente cuestiones de Defensa. Y por supuesto tendrán una agencia tributaria propia con el compromiso de participar en los gastos comunes del modo que establezca una ley pactada entre ambos Gobiernos y aprobada por ambos Parlamentos, el español y catalán.
Naturalmente, esto implicará la derogación implícita de al menos el art. 1.2, ése que dice lo de que la soberanía reside en el pueblo español, que exigiría teóricamente la disolución de las Cortes y el referéndum. Pero siempre habrá catedráticos de Derecho Constitucional de la insigne escuela de Javier Pérez-Royo que expliquen que, puesto que el artículo que demanda esa disolución y el referéndum podría ser reformado sin esos requisitos, nada impide en la práctica reformar lo que haga falta sin ellos. Así, España sería la confederación en la que quería convertirnos el Estatuto de Cataluña. En ella, los catalanes serán sólo catalanes en Cataluña y catalanes y españoles en el resto del Estado. Los demás tendríamos que conformarnos con ser humildes extranjeros de segunda en Cataluña y avergonzados españoles a este lado del Ebro. Y encima nos pedirán que les aplaudamos con las orejas por haber salvado la unidad de la patria.
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