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Eduardo Goligorsky

Condenados a entendernos

La decisión de aparcar el anteproyecto ha sido recibida con recelo por el ala confesional del PP. Pero hay razonamientos convincentes para pedirles prudencia.

Publiqué tres artículos en Libertad Digital -"Sostiene Popper" (20/3/2012), "Agravios retroactivos" (30/7/2012) y "Una contradicción manifiesta" (26/12/2013)- en los que intenté explicar las razones por las que discrepo con el anteproyecto de modificación de la ley de plazos para el aborto. Al mismo tiempo, reivindiqué el sistema racional que postula Karl Popper para abordar las diferencias de opinión en cuestiones de especial trascendencia (La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, 2010):

Utilizamos la palabra racionalismo para indicar, aproximadamente, una actitud que procura resolver la mayor cantidad posible de problemas recurriendo a la razón, es decir, al pensar claro y a la experiencia, más que a las emociones y las pasiones. (…) Podríamos decir, entonces, que el racionalismo es una actitud en que predomina la disposición a escuchar los argumentos críticos y a aprender de la experiencia. Fundamentalmente, consiste en admitir que "yo puedo estar equivocado y tú puedes tener razón y, con un esfuerzo, podemos acercarnos los dos a la verdad".

Un obstáculo insalvable

Lamentablemente, en este caso la controversia tropieza con un obstáculo insalvable: quienes exigen la derogación de la ley de plazos y de la ley anterior que despenalizaba el aborto en determinados supuestos consideran que lo que está implantado en el útero desde el momento mismo de la concepción es un ser humano. Por lo tanto, su eliminación equivale a un asesinato. Y un asesinato no admite matices ni transacciones. Ni siquiera el retorno a la ley anterior, dictada en 1985, y que estuvo vigente durante los mandatos de Felipe González y José María Aznar, sin recortes ni retoques, dejaría satisfechos a quienes sustentan este criterio. Un asesinato es un asesinato.

Aquí es donde veo una contradicción manifiesta. Empezando por el desempeño de los políticos que, veintisiete años después de aprobada la primera ley, descubren que se están cometiendo asesinatos masivos y ensayan una tímida tentativa de frenarlos. Y digo tímida porque, en primer lugar, el freno se aplica parsimoniosamente, hasta el punto de que al cabo de más de dos años el correctivo sigue en veremos; y en segundo lugar porque el anteproyecto de reforma distingue categorías de presuntos seres humanos a los que hay que proteger y otros, como los concebidos tras una violación, a los que, aplicando las pautas de los antiabortistas, se puede asesinar.

Al presentar el proyecto, el entonces ministro Alberto Ruiz-Gallardón proclamó (El Mundo, 22/7/2012):

Me parece éticamente inconcebible que hayamos estado conviviendo tanto tiempo con esa legislación.

Sin embargo, el entonces ministro se resignó a hacer algo que era, a su juicio, "éticamente inconcebible": convivir más de dos años con esa legislación.

Una diferencia sustancial

La contradicción manifiesta tiene una explicación: tanto quienes ejercen funciones ejecutivas dentro del Gobierno como los legisladores alimentan, al igual que sus pares del resto del mundo civilizado, la convicción de que existe una diferencia sustancial entre un ser humano en potencia que inicia un precario desarrollo y un ser humano en potencia que ya es viable. El debate en torno a esta diferencia se desarrolla con un nutrido intercambio de datos científicos y consideraciones morales que no disuaden de sus posiciones ni a los partidarios del derecho a elegir ni a los antiabortistas.

El aborto es legal en Estados Unidos desde 1973, en Francia desde 1975, en Alemania desde 1976, en Italia desde 1978, y así sucesivamente. Con el añadido de que las leyes correspondientes fueron aprobadas y se siguen aplicando bajo el mandato de gobernantes conservadores, socialdemócratas, democristianos, liberales, creyentes, agnósticos, virtuosos, libertinos, célibes, monógamos, bígamos, heterosexuales, homosexuales y neutros. Algunos las promueven y otros las aceptan a regañadientes, pero ni siquiera los antiabortistas más acérrimos se han querellado contra ellos acusándolos de complicidad con asesinatos en masa.

Algunos polemistas exhiben como modelo el rigor de las sociedades musulmanas contraponiéndolo a la permisividad de las occidentales. En las primeras, argumentan, el aborto es inimaginable. Exacto. El hoy presidente de Turquía, el islamista Recep Tayyip Erdogan, calificó públicamente el aborto de asesinato (LV, 9/6/2012). Pero no hay que olvidar que los islamistas, respetuosos con los fetos, utilizan a los niños como escudos humanos o, peor aun, como bombas humanas, colocándoles cinturones con explosivos. Durante la guerra con Irak, los chiíes iraníes enviaban avanzadillas de niños a los campos minados para que sus pisadas activaran los detonadores.

Constelación de satrapías totalitarias

La decisión del Gobierno de aparcar el anteproyecto de reforma de la ley de plazos ha sido recibida con recelo por el ala confesional del Partido Popular. Vistos la naturaleza de los argumentos y los sentimientos que esgrimen los impulsores de dicho anteproyecto, es lógico que reaccionen como lo hacen. Sin embargo, creo que existen razonamientos muy convincentes para pedirles prudencia. El Partido Popular no conquistó la mayoría absoluta sólo con el aporte de los conservadores pata negra. El desbarajuste zapaterista transmitido a todo el conglomerado socialista, la subversión secesionista y la incomprensible división de los pequeños partidos liberales y de centroizquierda hizo que muchos ciudadanos independientes, fluctuantes y pragmáticos, diéramos el voto al Partido Popular. Aun discrepando con algunos de sus dirigentes y con algunos puntos de su programa, lo vimos como el garante más seguro de la cohesión de España y de la continuidad del sistema regido por la Constitución.

Hoy la situación es más crítica. A la subversión secesionista, trufada de apelaciones a la desobediencia civil y de visitas intimidatorias puerta a puerta, se suma la aparición de movimientos demagógicos y populistas que regurgitan los detritos del leninismo y el chavismo y que explotan el idealismo de vastos contingentes de jóvenes desinformados. En la trastienda se agazapan los yihadistas locales o retornados.

Si los fundamentalistas perseveran en su propósito de librar al Partido Popular de las adherencias heréticas que dieron el triunfo a José María Aznar y Mariano Rajoy, conseguirán formar un club muy exquisito y minoritario. Los secesionistas, los antisistema, los extravagantes federalistas de las terceras vías no se recatan en proclamar, al unísono, que su esperanza de éxito reside en el debilitamiento del Partido Popular en los municipios, en las comunidades autónomas y en el Parlamento. Así que, si no queremos ser responsables de la transformación de España en una constelación de satrapías totalitarias, con algún añadido de Al Ándalus, ortodoxos y heterodoxos estamos condenados a entendernos una vez más.

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