¿La fractura de un Estado debe decidirse a cara o cruz?
Un referendo de estas características nunca será meramente consultivo. No es una encuesta. No pulsa la voluntad: la fija.
El referéndum en Escocia ha producido, entre otras anécdotas, la del raro acuerdo entre el historiador Neill Ferguson, de origen escocés, y el economista americano Paul Krugman. Ambos advierten, por decirlo en corto, que la separación sería muy mal negocio para los escoceses. Pero sería un auténtico desperdicio que del asunto de Escocia sólo quedaran las anécdotas y el ruido y la furia de la campaña, además de lo que vendrá una vez se conozca el resultado. Porque entre todos los interrogantes que suscita un proceso así hay uno que merece más reflexión de la que se le está dedicando. Es la cuestión sobre la idoneidad de que sea por el solo procedimiento de un referéndum cómo se decida la ruptura de un Estado. Más aún si basta una mayoría simple.
Sobre el papel, un resultado a favor de la independencia en un referéndum como el escocés o como el que regula la Ley de Claridad canadiense no comporta la secesión de manera automática. No es de autodeterminación, cierto. Pero vayamos del papel al terreno. ¿Alguien piensa que una vez emitidos los votos se puede hacer otra cosa que cumplir su mandato? Todo es posible, sí, pero entonces se han hecho las cosas al revés. No se pide primero a la gente que vote para después mandarla a freír. O para negociar acto seguido un estatus intermedio, si hay alguno. Un referendo de estas características nunca será meramente consultivo. No es una encuesta. No pulsa la voluntad: la fija.
En la mayoría de las democracias, con la notable excepción suiza, el referéndum suele emplearse para someter al electorado decisiones de relevancia aprobadas por los parlamentos. En buena práctica, tales decisiones son el fruto de un compromiso que vincula a una amplia mayoría. La votación culmina un proceso de aproximación entre posiciones diferentes. Esto no ocurre en el caso de los referéndums independentistas. No abren un espacio a la negociación: lo cierran. La ruptura o la continuidad de un Estado se juegan a cara o cruz. De salir el sí ya no eres británico, de salir el no lo sigues siendo ¡de momento!
De momento. Otra de las diabluras que entraña este tipo de referéndum es que las consecuencias para unos y otros son asimétricas. Aunque fracasen ahora, los independentistas podrán volver a la carga y, en seis, en diez, en quince años, generar la presión suficiente para que la votación se repita. Pero si triunfan, los perdedores, los contrarios a la secesión, se convierten enseguida en ciudadanos de otro Estado: en esas condiciones, la posibilidad de que reúnan la fuerza necesaria para intentar revertir la situación es remota. Sin contar con que una vez levantadas las fronteras y las ampollas, los antiguos conciudadanos estén poco predispuestos a acoger a los que se fueron.
El exministro canadiense Stéphane Dion decía en una reciente entrevista en El País que un referéndum de este tipo divide profundamente. Y añadía: "Es existencial. No tomas una decisión para los próximos cuatro años y si te equivocas puedes cambiar de opinión". Para hacerse una idea de las circunstancias de la decisión, léase un artículo que publicaron en El Mundo Joan Font y Braulio Gómez, autores del libro ¿Cómo votamos en los referéndums?
Una de las conclusiones más claras de los estudios allí reunidos es que "la disputa que se da en los mismos va siempre mucho más allá de la pregunta que se haya planteado explícitamente a los ciudadanos". Aunque el referéndum no se convoca para castigar o premiar a un Gobierno, es inevitable que ese elemento esté ahí: como sucedió en Quebec y sucede en Escocia, donde el rechazo al gobierno británico conservador, a los tories en general y al establishment londinense en particular, ha llenado el caudal del independentismo.
Los defensores de que una parte de la población de un Estado decida en referéndum si se rompe o se mantiene siempre apelan al principio democrático de la voluntad de la mayoría. Una mayoría que no es tal, puesto que en su mapa sólo los escoceses o sólo los catalanes deciden. La democracia entraña aquel principio, como otros muchos, pero ante todo es una manera de vivir en sociedad: de que puedan vivir juntos aquellos que son distintos. El independentismo dice que no, que no se puede vivir juntos y que, para empezar, no se puede votar juntos. Esta es, en fin, la cuestión.
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