La oportunidad que buscará Podemos
¿Con qué reclamo se espera que se presenten los chavistas al zafarrancho de la Constitución? Pues con uno solo: la Asamblea Constituyente.
Podemos sigue creciendo en intención de voto, según dicen los sondeos, y si hay que tomarse en serio a Monedero como revolucionario chavista (siquiera sea de despacho y carrera funcionarial), cabe suponer que estará sometiendo a examen la meta a la que convendría enfilar con ese viento de popa. Las elecciones europeas fueron una buena ocasión para probar el músculo electoral del experimento, y sirvieron para elevar a Pablo Iglesias sobre la plataforma de una corriente continental que permitía darle categoría de fenómeno, recortado no ya contra el fondo de un mero establishment político, sino de algo tan inabarcable y complejo como "el capitalismo". Desde entonces no ha habido apenas discursos ni gestos que enriquezcan la telegénica materia prima en la que consiguió moldearse la joven revelación, y su crecimiento en el favor del público parece ser puramente vegetativo, regado mucho más por el odio a los partidos tradicionales que por los méritos propios.
Sin duda, la baza de Madrid es una expectativa seductora, y cuesta pensar que no esté en la agenda más próxima de los chavistas. Pero parece evidente, por otra parte, que el festín de listas y cargos locales está demasiado asociado a ese "sistema" que, si se pretende amenazado por Podemos, representa también para la formación el peligro de un abrazo mortal que acabe incorporándola, a los ojos de la gente, a la "casta" de la que pretende diferenciarse. Si la potencia electoral de los pabloeclesiásticos va a servir apenas para relevar a los partidos viejos en el caciquismo feudal de comunidades y ayuntamientos, o para llenar los plenos municipales de mociones de protesta contra la procesión del patrono o contra una vivienda de protección oficial en la que aún luce un cartelito con el yugo y las flechas, ¿qué radical novedad aportará Podemos en comparación con lo que hasta ahora ha no-sido Izquierda Unida?
Por otra parte, una multiplicación improvisada de candidatos en la completa endeblez orgánica en la que se halla Podemos implicaría el riesgo de dispersar los mandos, de atomizar las señas de identidad y de que, al fin, el proyecto fuera lo que cada quien quisiera hacer de él, en un amplísimo abanico que iría desde mafiosos metidos a demagogos de plaza hasta hippies proclamadores del flower power. En cambio, si se quiere seguir en la línea del veni, vidi, vici y el foco se mantiene firme en la toma definitiva del poder, parecería más conveniente concentrarse en el liderazgo caudillista de Pablo Iglesias para tratar de espigar al totalmente otro, que, como único llegado a la política desde el asteroide B-612, podría recuperar con su mirada cándida la solidaridad y la justicia que hoy yacen sepultadas bajo indecibles mantos de maldad.
El problema, claro, es que, aunque haya servido para posicionarlo en nuestra vida política, el admirable auge de Podemos está aún muy lejos de transformarlo en un partido mayoritario. Las elecciones generales podrían ser para sus prosélitos una buena ocasión de penetrar el Estado; pero, a fin de cuentas, si el Estado no logra ser completamente sometido y se le dejan libres manos y pies para defenderse y patalear con las fuerzas que le proporcione el equilibrio de poderes, la ofensiva podrá, sin duda, perjudicar el tejido democrático y causar serias disfuncionalidades en el seno del sistema, pero será incapaz de derrocarlo y de imponer uno propio, que es de lo que se trata. ¿Cómo salir, pues, de este laberinto?, tendría derecho a preguntarse Monedero, con el Bolívar de García Márquez. Pero lo cierto es que, sentado a los pies de ese maestro que era Chávez, el hilo salvador le es perfectamente conocido: la reforma constitucional. Y lo mejor del caso es que le van a sobrar las Ariadnas dispuestas a alargárselo.
En España hoy todo el mundo ve, con razones de más o menos peso y a todo lo largo del espectro político, motivos para modificar la Carta Magna. A unos lo que les molesta es el Estado autonómico, y dentro de esos los hay que piden el centralismo, y otros la federación y otros la independencia; otro grupo debate si monarquía o república; el de más allá cree que lo esencial es la reforma del Poder Judicial, o bien la del sistema de partidos (desde el asunto de su financiación hasta el modelo electoral); el Estado del Bienestar; la sucesión femenina a la Corona; la legislación penal… La apertura de la espita constitucional puede convertirse en la lista de deseos de Bienvenido Mister Marshall. Pero si en medio de esa alharaca Iglesias y Monedero están dispuestos a comportarse como chavistas de pro, no les conviene olvidar el consejo tan primorosamente pronunciado por aquel gran humanista y dominador de todos los saberes que ahora les alumbra desde el cielo: Aquila non capit muscas. Y es que, por más centrales que parezcan todas las cuestiones ventiladas en el debate sobre la reforma, lo cierto es que todas ellas resultan contingentes y accidentales para el Gran Plan de Ocupación Total del Estado. Ni siquiera la cacareada república es un fin en sí misma, si queda claro cuál es el objetivo: ¿acaso tuvo necesidad Mussolini de deshacerse del rey?
Entonces, ¿con qué reclamo se espera que se presenten los chavistas al zafarrancho de la Constitución? Pues con uno solo: la Asamblea Constituyente. ¿Y por qué? Porque, según explicarán -para abominación de la memoria maurista-, la revolución desde arriba" no es posible. Dirán que no merecen ningún crédito los cambios promovidos y controlados desde el establishment, cuyo propósito consiste apenas en mover de sitio un par de cosas para que todo siga igual. Glosará Monedero, una vez más, la tesis de que la actual democracia no es sino un apaño del continuismo franquista urdido al margen del pueblo, y concluirá que es necesario refundar el pacto social con un acuerdo plebiscitario del que resulte, como Venus saliendo de la espuma, un sistema prístino, despojado finalmente de su pecado original. Un sistema engendrado, no creado, y que, en la medida en que sea Pablo Iglesias quien auspicie su alumbramiento, se pretenderá de la misma naturaleza que el padre: ajeno a la vieja casta y nacido no de engañosos sofismas legales ni de instituciones serviles, sino de la más genuina y arrolladora voluntad popular.
La Constitución de Venezuela no contemplaba la figura de la Asamblea Constituyente cuando Chávez la propuso en su primera campaña electoral. Se pidió entonces la interpretación del Tribunal Supremo, y éste sentenció que, siendo la soberanía popular el principio fundamental de la Constitución democrática, nada impedía consultar a la ciudadanía sobre aquella ocurrencia del militar golpista reconvertido en candidato. Echando por delante el derecho a decidir de los venezolanos (que era más bien el de vengarse de los viejos y endogámicos partidos), la Constituyente quedó autorizada y el chavismo se movilizó para ser en ella la fuerza protagonista. Entonces, y agitando siempre la bandera del poder irrestricto del pueblo, la tal Asamblea proclamó su carácter originario, no sujeto a nada ni a nadie; y, manteniendo sólo a su jefe de filas en el Gobierno, declaró abolidos todos los demás poderes públicos (incluyendo el Congreso, cuyos miembros habían sido elegidos en las mismas urnas que Chávez). Al levantar de nuevo las instituciones, ya estaban puestas todas bajo control chavista. Lo de menos fue el tipo de texto que se aprobó; total, sus normas y principios han sido luego papel mojado, pues si el famoso artículo 16 de la primera Constitución francesa prescribía aquello de que "toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución", está claro que establecer y determinar no es el problema. Para quien quiera averiguar, en cambio, qué fue del Estado de Derecho en Venezuela, se recomienda encomendarse a Dios y pasarse una temporada en aquel espejo en el que se mira Podemos.
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