Sharón y el mito de la paz del Gran Líder
Lo que hace falta en Oriente Medio no son grandes hombres, sino un cambio radical en la cultura palestina que haga posible la paz.
Tras casi ocho años en estado vegetativo, parece que la lucha por la vida del antaño primer ministro israelí Ariel Sharón puede haber llegado a su fin. Según el portavoz del hospital Tel Hashomer, el estado del paciente se ha deteriorado y hay fuentes que comentan a la prensa israelí que sus órganos están fallando, lo que deja lugar a pocas dudas respecto a cuál será el desenlace. Cuando llegue el fin, se espera que la mayoría de la prensa internacional centre sus obituarios en los aspectos más controvertidos de su carrera pública. Como oficial militar, ministro del Gabinete y luego primer ministro, a menudo se consideró a Sharón un bulldozer, con pocos fans fuera de quienes se preocupan por la seguridad de Israel, y con muchos detractores, tanto en casa como en el exterior.
Se centrarán en el debate sobre la masacre de Sabra y Chatila en el Líbano en 1982 y en la construcción de la valla de seguridad israelí tras la ofensiva terrorista palestina conocida como la Segunda Intifada, para mancillar su reputación y la del Estado judío a cuya defensa dedicó su vida.
Pero así como Sharón fue la bestia negra de la izquierda israelí y,en general, de quienes atacan a Israel, también se le pondrá como ejemplo de líder que tuvo credibilidad y agallas para tratar de acabar con el conflicto con los palestinos. Su retirada de Gaza en el 2005 se mencionará repetidamente por expertos en Oriente Medio, como Aaron David Miller, no tanto por su fracaso al idear una solución unilateral al conflicto, sino porque sirve de contraste con lo que, para Miller y otros miembros del establishment de la política exterior, es el liderazgo mediocre de Benjamín Netanyahu. Tras abandonar la escena hace años, Sharón se eleva ahora a ojos de muchos de los amigos y críticos de su país (como Jacob Heilbrunn, de The National Interest), siquiera porque ello les brinda la oportunidad de atacar al hombre que se encuentra ahora en el puesto que antaño ocupara él. Pese a que tendrán razón al decir que no hay nadie en la actual escena política israelí con el estatus mítico que alcanzó Sharón, la idea de que la paz sería posible si él, o alguien como él, ocupara el puesto de primer ministro, es una falacia.
Es cierto que sólo alguien que tuviera las credenciales de seguridad de Sharón, que fue un héroe en varias de las guerras libradas por Israel, podría haber llevado a cabo la retirada de Gaza. Reelegido en 1983 al presentarse con un programa que atacaba la propuesta del candidato laborista Amram Mitzna de abandonar Gaza, Sharón hizo estallar al Likud, logró que la Knéset aprobara la misma propuesta y la aplicó pese a la oposición de la mayoría de quienes le habían apoyado. Eso no sólo requería agallas, sino la clase de confianza en uno mismo que, posiblemente, sólo poseen los héroes de guerra que han conseguido arrolladoras victorias electorales.
Puede que las consecuencias de la retirada de Gaza hubieran sido mejores o, al menos, diferentes, si Sharón no hubiera enfermado. Como aquéllos que fantasean con la idea de que el proceso de paz de Oslo no habría sido un fracaso semejante si Yitzhak Rabin hubiera vivido, hubiera obligado a los palestinos a cumplir lo pactado y hubiera concentrado el apoyo de los israelíes al acuerdo, habrá quienes urdan escenarios, igual de improbables, y alternativos a los hechos reales por lo que respecta a Sharón. Puede que no hubiera consentido el golpe de Hamás en Gaza, o que no hubiera respondido a la lluvia de misiles procedente de la Franja tras la retirada con la misma pasividad que presentó su sucesor Ehud Olmert durante casi tres años antes de autorizar un contraataque. Pero es igual de probable, si no más, que Sharón se hubiera visto atrapado por las mismas desafortunadas circunstancias de Olmert. Al fin y al cabo, Hamás llevaba años lanzando cohetes contra asentamientos israelíes en Gaza y contra el sur de Israel antes de la retirada sin que ello provocara una respuesta militar significativa por parte del Gobierno de Sharón.
En cualquier caso, la verdadera moraleja de este capítulo de la historia es que la falta de grandes hombres dotados de la visión necesaria para intentar algo nuevo no es lo que impide la paz. Entre 2001 y 2005 israelíes y palestinos fueron gobernados por figuras titánicas. Aunque es injusto comparar a Sharón, un soldado honorable y un veterano de la política democrática, con un asesino terrorista como Yaser Arafat, hay que admitir que si hubo líderes con una posición que les hiciera ser capaces de venderles la paz a sus respectivos pueblos, fueron ellos dos. Lo que faltaba no era alguien que pudiera convencer a los israelíes de que asumieran riesgos, sino un socio y un pueblo palestinos dispuestos a aceptar la idea de reconocer la legitimidad de un Estado judío, independientemente de dónde se situaran sus fronteras. Si los israelíes se muestran escépticos ante la actual campaña del secretario de Estado John Kerry para lograr convencerles de nuevo de que se retiren de un territorio, no es porque carezcan de líderes, de deseos de paz, o porque estén empeñados en mantener los asentamientos, sino porque creen que sería una locura repetir el fiasco cometido por Sharón en Gaza en la Margen Occidental, mucho más importante estratégicamente.
Puede que Netanyahu parezca un hombre pequeño si lo comparamos con Sharón, lo mismo que Mahmud Abás les puede parecer un pigmeo a los palestinos al lado de Arafat. Pero lo que hace falta en Oriente Medio no son grandes hombres, sino un cambio radical en la cultura palestina que haga posible la paz. Hasta que eso suceda, esperar a otro Sharón, o incluso a otro Arafat, no acelerará el fin del conflicto.
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