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Eva Miquel Subías

Ser un buen 'ex'

No me canso de sacar punta a los orígenes de algunas palabras y expresiones.

Lo cierto es que lo pensaba mientras repasaba el palco de autoridades en el estadio de Soccer City en Johannesburgo. Alrededor de una cincuentena de máximos mandatarios de numerosas naciones se dieron cita en Johannesburgo para despedir a Nelson Mandela.

Y ahí podíamos ver, distribuidos por países, cómo departían unos y otros, además de la doble nota de color de Barack Obama. Por un lado, su sesión de fotos junto a la primera ministra danesa –a saber si luego le aplicaría algún filtro tipo Transfer– y después con su especulado saludo a Raúl Castro, contundentemente criticado por uno de los sectores más representativos de Florida.

Me hizo gracia leer un recuadro dentro de la noticia en La Vanguardia donde se hacía el repaso de grandes momentos de la historia en los que ex presidentes de los Estados Unidos han podido limar asperezas o directamente reconciliarse tras coincidir en algún acto de la solemnidad del que hacemos referencia.

Destaca la anécdota, recogida días atrás en la prensa norteamericana, del funeral de John F. Kennedy donde, tras coincidir Harry Truman y Dwight Eisenhower, dejaron atrás sus rencillas e iniciaron una buena amistad a partir del momento en el que Truman "invitó a tomar un trago" a Eisenhower.

La figura de un ex no es, sin duda, nada fácil de desempeñar. Ni siquiera cuando de una ex pareja se trata es la naturalidad en su/nuestro comportamiento la cualidad más destacada. Se produce una especie de pose algo impostada en la que, por fortuna, se recuerda –permítanme un pequeño ataque de optimismo zapateril– sólo lo positivo y tiende a arrinconarse lo más áspero o aquellos momentos que hicieron que uno, otro o ambos, tomaran una determinada decisión.

Pero no se preocupen. Aquí me detengo. Centrémonos, si les parece, en la figura de los ex presidentes de gobierno. Ni siquiera la figura de ningún Ministro es comparable al más tibio de sus efectos. Bien es cierto que más de uno muestra algún problema de adaptación posterior, más propio de lo que a mí me gusta calificar como comportamiento "has been".

Pero los efectos de los ex presidentes son devastadores. En toda su dimensión. Para bien o para mal. Para encumbrar o para ensombrecer la figura. Es lo que tiene el paso del tiempo.

José Luis Rodríguez Zapatero, sin ir más lejos, va a ser mucho mejor ex que lo que significó su papel como titular. José María Aznar, sin embargo, a quien pocos recuerdan haber votado y haberle otorgado una aplastante mayoría absoluta, se le odia o ama con idéntica pasión. Y en este caso, suele ser bastante gratuita la crítica fácil. Me recuerda, cómo les diría, a una especie de "presidente escoba", que todo lo recoge y en cuyo lomo se apilonan los escollos más incómodos.

De hecho, Aznar tiene asumido ese papel con absoluto temple. Y ni siquiera se toma la molestia de recordar algunas de las medidas que su Ejecutivo llevó a cabo y de la que han beneficiado millones de españoles.

Imaginen por un instante que hubiera sido el Gobierno presidido por Felipe González quien hubiera tomado la determinación de suprimir el Servicio Militar obligatorio. La maquinaria y el despliegue en los medios de comunicación habría sido incesante hasta el punto de que ni un solo españolito con edad de haberlo cumplido tendría ninguna duda al respecto de quién o quiénes fueron los artífices de tamaña decisión.

Estilos. Maneras de hacer. Y formas, en definitiva, de comunicar. Y en eso, queridos lectores, todos sabemos quién sabe hacerlo mejor. Y hay que reconocerlo. Sin más.

Mariano Rajoy, cuya flema intuyo supera con creces a cualquiera de sus antecesores, lleva con naturalidad el peso de su particular ex.

Estoy convencida de que recordará sus momentos más íntimos, aquellos segundos de miradas cómplices y confidentes, en fin, esos primeros años de relación y compenetración.

Y como se acerca la Navidad, vamos a dejar, por el momento, ese regusto aterciopelado de aquél vino que dejamos a medias. O quizás bouchonné.

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