¿Es España una democracia?
Tejero ha refinado su chusco lenguaje tabernario tras renunciar a aquellos zafios modales cuarteleros. Ahora luce un impecable traje de Hugo Boss.
Tejero ha refinado su chusco lenguaje tabernario tras renunciar a aquellos zafios modales cuarteleros. Ahora luce un impecable traje de Hugo Boss, atiende con exquisita cortesía florentina a sus muchos interlocutores institucionales y se expresa en la muy ininteligible jerga propia de los altos tecnócratas de Bruselas. El golpismo también se ha adaptado a la posmodernidad. ¿O cómo entender esa confesión del expresidente Zapatero en El País – "Era reformar la Constitución o acabar en un Gobierno técnico"– si no es en clave golpista? Recuérdese que en aquellas fechas, cuando Zapatero ordenó cambiar la Carta Magna en veinticuatro horas a fin de dar "prioridad absoluta" al pago de la deuda por encima de cualquier derecho de los españoles, Berlusconi acababa de ser desalojado del poder en Italia. Berlusconi, un macarra corrupto, sí, pero un macarra corrupto que había sido elegido por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto entre sus compatriotas.
Y su silla pasó a ocuparla Monti, un caballero muy correcto, educadísimo, al que no había votado nadie. Todo ello sin escándalo de institución alguna en la Unión Europea, huelga decir. Bien, pues aquí, por lo visto, estuvo a punto de ocurrir otro tanto de lo mismo. Si es que no ocurrió. El crepúsculo de la democracia en Europa desconoce fronteras nacionales. Así oscuros eurócratas como Durao Barroso y Van Rompuy, individuos con poder sobre el destino de naciones enteras y sobre los que nadie osa preguntar quién les ha votado. O figuras como el gobernador del Banco Central Europeo, supremo señor de las finanzas que blasona de encarnar una institución ajena a los designios de la soberanía popular.
Admitámoslo, los europeos estamos condenados a optar entre la democracia, la integración de los mercados y la pervivencia del Estado-nación. Y más pronto que tarde habrá que elegir. Porque resultan incompatibles entre sí. O bien integración de las economías, eliminando las cortapisas que la democracia impone a ese proceso vía regulaciones nacionales. O bien mantenimiento de los poderes elegidos en las urnas, haciendo que los mercados vuelvan a operar de forma predominante en el mismo ámbito local que las instituciones nacionales. O bien avanzar en la unificación económica continental, pero procediendo a fundar los Estados Unidos de Europa. Acaso ni el propio Zapatero llegue a ser plenamente consciente de la gravedad de cuanto acaba de revelar. Pero lo es y mucho. El socialismo real se derrumbó no por la guerra de las galaxias de Reagan, sino porque en el Kremlin ya no quedaba ningún comunista convencido. El sistema, empezando por su cúpula suprema, había dejado de creer en sí mismo. Que nuestras democracias liberales no acaben igual.
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