Colabora
Juan Carlos Girauta

Votaré no a la secesión de Cataluña

No valoro a priori de forma negativa el independentismo, por extraño que les parezca a mis lectores habituales. En otras circunstancias vitales, podría haber sido mi opción.

El libro que tiene en sus manos cumplirá con su cometido si alcanza uno de estos dos objetivos: acertar con una visión de los últimos avatares catalanes más realista y menos parcial que la propiciada por el imaginario nacionalista preponderante; contribuir a que los catalanes contrarios a separarse de España rompan su silencio en la medida de sus posibilidades. Si alcanzara ambos, miel sobre hojuelas.

En consecuencia, mi "no", que el título circunscribe a la secesión, extiende su propósito (su advertencia, si así lo prefieren los que siempre ven "estrategia del miedo" en la opinión adversa) a la tentación de la inercia, a la comodidad de mantenerse callados. A la quizá comprensible pero hoy insensata tendencia a seguir doblegándose a una presión ambiental que aconseja no significarse cuando se discrepa de la agenda y del discurso del poder catalán. Es preciso que hablen los que se saben y sienten ajenos a las periódicas campañas que, cabalgando unas sobre otras, nos instan a la unanimidad como catalanes; que hablen los ofendidos por los fabricantes de ofensas imaginarias.

Esta obrita también va dirigida a los que simplemente dudan. A los que, sin haberse sentido nunca particularmente molestos por las formas y estrategias nacionalistas, sí encuentran razones para recelar de la ofensiva desatada por Artur Mas al concluir su primera legislatura. Un proceso que ha apiñado a varios grupos: los que tradicionalmente hemos conocido como nacionalistas, los espontáneos que acaban de descubrir cuán incómodos se sentían en España, los que nunca escondieron su carácter secesionista. Cada grupo ha aportado su trompetería para concertarla con las ajenas. He decidido llamar "movimiento nacionalista-secesionista" al resultado, a la sincronizada mezcolanza, a la coyunda, por una razón: cabe analíticamente distinguir entre las tendencias, pero en la práctica demuestran un alto grado de coordinación. Eso en cuanto a los adjetivos del movimiento, que he vertebrado con un guión. En cuanto al sustantivo… la voz "movimiento" les va que ni pintada. Sexta acepción del DRAE: "Movimiento: Desarrollo y propagación de una tendencia religiosa, política, social, estética, etc., de carácter innovador". Es innovador que los nacionalistas se deshagan del pactismo, los secesionistas del fallido artefacto "derecho de autodeterminación", se centren todos en el "derecho a decidir" (a decidir que sí, según veremos) y se cojan, literalmente, de la mano por los montes, los valles, los llanos y las playas. Desde luego cumplen con creces las condiciones de diccionario: la tendencia es política, es social, es estética. Y también es religiosa. No tienen por qué estar de acuerdo en este último punto, pero yo sé lo que me digo. Cuarta acepción del DRAE: "Movimiento: Alzamiento, rebelión". Olvidemos el alzamiento, pero, ¿cómo negar el aire de rebelión que acompaña el proceso?

Invito a los independentistas a leerme. No hay ironía (en esto; en el resto del libro, sí). No valoro a priori de forma negativa el independentismo, por extraño que les parezca a mis lectores habituales. En otras circunstancias vitales, podría haber sido mi opción. Mi aversión, quiero subrayarlo, la dedico a la ideología nacionalista. Es una aversión intelectual y, por tanto, moral. Es una aversión estética y, por tanto, moral. ¿Hay un independentismo no nacionalista en Cataluña? Sí, lo hay. Escasísimo, pero ahí está. Me consta. Los cuatro están horrorizados.

Si el independentismo decide pasar por encima de la ley, júzguesele por ello. No por sus ideas. Este libro denuncia mentiras y confusiones deliberadas de las que son responsables, también, los independentistas catalanes. Pero podrían no darse, o, dicho de otro modo, la mentira y la confusión deliberada no son inherentes a cualquier posición independentista. Sí lo son a cualquier posición nacionalista, que siempre conllevará –en el mismo grado en que el nacionalismo esté presente– la manipulación de la historia, la supeditación del individuo al grupo, la imposición de la leyenda, el sentimentalismo, el amoldamiento de la sociedad a sus profecías auto cumplidas, las políticas invasivas, la ingeniería social.

Aunque en las circunstancias actuales la pasión pueda desbordar a la razón (pues muchos ven factible y ven cercano, por primera vez, un Estado catalán independiente), y por tanto sea imposible convencerles, quizá les resulte de alguna utilidad personal a los apasionados la revisión crítica de sus premisas. Más, la revisión de un contrario que no se esconde y que busca el debate intelectual. Estas páginas no ambicionan el lucimiento sino la utilidad. Sé que el señalamiento del adversario como enemigo se ha convertido en costumbre, y muchos de mis conciudadanos ya no son capaces de visitar más perspectivas más que las suyas. Ese vicio creciente es destructivo, liberticida. Y no sé si añadir humano o inhumano. Reconozco que espero aguijonear un poco a los aficionados a ponerse de perfil, a los especialistas en mirar hacia otro lado. No pueden hacer eso mientras se perpetra la apropiación indebida de Cataluña y el arrebato de una identidad.

Una identidad, sí. Qué sorpresa, ¿verdad? Déjenme usar a mí también, aunque sea un momento, las palabras fetiche de la tribu. Quiero poner aquí de manifiesto, aquí sobre la mesa, con los focos encendidos y orientados, una identidad infinitamente más asentada, más mayoritaria, más arraigada en el tiempo y mejor anclada en el mundo que cualquier otra presente en Cataluña: la de los catalanes que no concebimos nuestra catalanidad sin España, la de los españoles que no concebimos nuestra españolidad sin Cataluña.

De ese no concebir habla nuestra vida, hablan nuestros actos, hablan nuestros afectos y nuestros kilómetros sentimentales. Aunque las voces callen. Porque los españoles de Cataluña, los catalanes de España, vivimos esta condición unitaria con total naturalidad, dejando en evidencia todos los días, a todas horas, los obsesivos, agotadores y orquestados intentos de disociarnos.

En el espacio público catalán (el institucional, el político, el mediático, el educativo, el cultural, el asociativo de cualquier índole) no sólo se alienta y alimenta la idea de que vamos a romper con España, de que es posible hacerlo y de que ha llegado el momento de ponerse a ello; también se amplifican hasta lo ensordecedor las opiniones de la calle que lo confirman; y se manipulan para fabricar "unanimidad" las de quienes podría parecer, en un momento dado, por alguna concreta declaración, por alguna alusión, por alguna elusión, que lo confirman; y se sofocan o caricaturizan las de quienes lo niegan.

Una serie de asociaciones, a veces erigidas y casi siempre mantenidas con el dinero de todos, se arrogan la representación de los catalanes, sin distingos. Se apropian indebidamente de "lo catalán", de "Cataluña", del "pueblo catalán", del "país". A éste le quitan el artículo determinado y una alquimia inversa entra en funcionamiento; donde había oro plural, obtenemos el más vulgar y unánime metal. Tal que así: estrategias de país, actos de país, pactos de país, decisiones de país, políticas de país… El resultado en el espacio público (y cada vez más en el privado) es que no puedes ser catalán, o al menos buen catalán, y criticar esas encarnaciones del espíritu del pueblo. Artur Mas, él sabrá por qué, ha conseguido con sus extravagantes delegaciones fácticas de representatividad que la Asamblea Nacional Catalana u Òmnium Cultural ingresen en el ámbito de la sacralidad civil (como mínimo).

No me preocupa que las señoras X e Y se hayan acostumbrado a perorar, sin título que las avale, en nombre de Cataluña, a convocar desde sus altares a la multitud en manifestaciones o conciertos bajo el nombre de Cataluña, a instar a la movilización, a guiarnos, a copar los informativos, a dictarle prioridades, calendario y lemas al gobierno, todo en nombre de Cataluña. Ni me preocupa ni me extraña. Lo que me preocupa, aunque haya dejado de extrañarme, es que el espacio público siga sus directrices. Que las sigan los gobiernos catalanes, fruto de mayorías legitimadoras de una cámara que, elegida por sufragio universal libre y directo, es la única que merece el nombre de "Asamblea" en la acepción que la ANC se auto concede y sugiere. Me preocupa, pues es una dejación democrática disfrazada de permeabilidad gubernamental, que las instituciones parezcan apéndices operativos de las asociaciones. Me preocupa que los medios de comunicación las hayan jaleado en unánime coro y, a su paso, hayan ido cayendo todos en un mismo discurso empalagoso, antiguo y frentista. Y que encima hayan creído participar, amontonados, del aura de una vanguardia nacional que conduce a Cataluña hacia la tierra prometida. La no España.

Claro que todo esto tiene truco. La llamada "sociedad civil" catalana no existe. Existió, pero, no presentando ni las dimensiones ni el vigor propios de una colectividad tan fuerte y antigua como Cataluña, la denominación le viene grande. Además, se la han arrancado tiempo ha. Aquí llaman sociedad civil a lo contrario de la sociedad civil, un magma que no es distante porque no es distinto al poder político, ni mantiene libre interlocución con él, sino que reproduce consignas de un mismo núcleo más o menos homogéneo, más o menos conchabado; de un círculo de personas con nombres y apellidos. El efecto del truco es impresionante cuando, en el clímax de su despliegue, el poder hace ver que sigue los deseos de sus figurantes.

Podemos considerar en muchos sentidos la Diada de 2012 como un acto liminar, una entada del nacionalismo convencional catalán en lo desconocido. Una demostración de fuerza independentista a partir de la cual Artur Mas se abrió la camisa, apareciendo en su pecho una gran "ese" de Superman, de Secesión o de State of Europe, no sé muy bien. En todo caso, aunque (o quizá porque) los cálculos del president se demostraron erróneos y perdió doce escaños cuando esperaba ganar ocho o diez, allí empezó la hegemonía secesionista, sin tapujos, del espacio público. Se trataba a fin de cuentas de la actualización de la vieja hegemonía nacionalista en el sentido que algunos veníamos anunciando con el solo amparo de la más básica doctrina: la ideología nacionalista pide Estado. Y si no lo hace, lo acabará pidiendo.

No es paradoja, sino pura necesidad causal, que en el curso de la metamorfosis desaparecieran los últimos rastros del catalanismo político por necrosis de su proyecto nuclear: obtener y mantener el liderazgo de España. Era (debió haber sido) un impulso contrario a su ruptura. Transformador de su idea predominante quizás, pero unitario. Desde entonces hemos presenciado fenómenos chocantes. Pienso en tantos jóvenes como siguen a pies juntillas el itinerario que marca el poder político mientras adoptan el aire de rebeldes. Receptores acríticos de argumentos empaquetados por y desde el espacio público institucional, el funcionariado docente y las asociaciones biempagás, los rebeldes con causa corean bajo batuta oficial. Luego ese mismo espacio público simula tomar nota de lo que le reclama "el pueblo catalán". O, en términos del propio Mas, refiriéndose a los concentrados del 11 de septiembre de 2012, "lo mejor de Cataluña". No es de extrañar que diez de los doce miembros de su gobierno se sumaran a la cadena humana de la siguiente Diada.

Con estos sofisticados juegos de rol, con la apoplejía de unos medios públicos más escorados que el Costa Concordia, con el alineamiento espontáneo de las redacciones y los claustros (¿qué hay de lo mío?), y con el silencio, el maldito silencio de los que no tienen nada que ganar formulando adversativas… la nave va. Pero los que no tienen nada que ganar deberían preguntarse si tienen algo que perder.

Los catalanes tenemos mucho que perder en este proceso. Tengo ocasión de manifestarlo a menudo dada mi profesión y dada la frecuencia con que el tema se suscita. Pero además, llegado el momento de decirlo en las urnas –tesitura que tengo por inexorable–, votaré "no". Y me atrevo a pedirle a usted que haga lo mismo, por el bien de Cataluña. A las urnas llegaremos, pero antes tenemos tiempo de rebatir punto por punto las distintas formas en que el movimiento nacionalista-secesionista prevé organizarnos el viaje.

Para ello tendré que refutar en sus términos –que unas veces son jurídico-políticos y otras veces sólo lo parecen– el trabajo del profesor Carles Viver i Pi-Sunyer. Él ha analizado pormenorizadamente las vías para la consulta secesionista, y considera legítima en las circunstancias que veremos la declaración unilateral de independencia. Ex vicepresidente del Tribunal Constitucional, Viver es el presidente del Consejo Asesor para la Transición Nacional, entre otras presidencias. Con su profesoral (y oficial) aportación al "proceso", se ha convertido por méritos propios en paradigma de la anti juridicidad.

Como veremos, todos los argumentos del CATN, y hasta su propia existencia, están contaminados por la premisa subyacente de que España no es un Estado de Derecho. Sin tal idea en mente, no es posible instar a su asesorado (el president) a abandonar el campo de la legalidad si fuera necesario, para enarbolar la bandera de una legitimidad no amparada en la ley positiva. Lo "legítimo aunque ilegal" lo invocan los juristas cabales bajo una dictadura. En España no hay legitimidad fuera de la ley. Si parezco contundente, es que he acertado con el tono. En general no doy lecciones, y menos gratis. Pero si alguien va saltando de la toga y el birrete al llamamiento insurreccional, le pediré que se los quite al menos. A calzón quitado: ¡quiero la independencia! Pues muy bien, tómala si puedes. Si la consigues, no te preocupes por la legitimidad, que vendrá por añadidura tan pronto como el nuevo Estado lo sea de Derecho. Pero no manipules y no mientas y no marees con legitimidades ilegales.

Anuncio, antes de que se me reproche la carencia, que no dedicaré ni un párrafo a los infinitos informes y artículos dedicados a demostrar la existencia y las dimensiones del déficit fiscal. Sería sencillo exhibir aquí, trillada, la parte de la cuestión que no se explica –o, más exactamente, que se infravalora– de las balanzas fiscales en España. Contar los varios modos de calcularlas y la petición de principio que delata escoger un modo u otro para su explotación política. Podría demostrar que nada de lo que se afirmó durante tanto tiempo sobre el modelo de financiación de los lander alemanes es cierto. No haré nada de eso porque llamaría a engaño. Y porque los realmente interesados pueden acceder a dichas informaciones con muy poco esfuerzo. Si no lo han hecho aún, es que no les interesan. A mí sí me interesan, pero no atañen a este libro.

¿Le parece a usted que sí atañen? ¿Cree que la preferencia por un sistema de financiación u otro conlleva una postura sobre la unidad de España? Entonces mi mejor consejo es que observe a los votantes socialistas y populares de Navarra y el País Vasco. Dicho de otro modo: ser contrario a la secesión no implica ser contrario al pacto fiscal. Tampoco creo en el independentismo "de bolsillo", que en todo caso sería el bolsillo de la Generalitat, no el nuestro.

Y sí, un modelo estable tiene que proporcionar suficiencia financiera a la Generalitat para atender al cumplimiento de los cometidos que por ley tiene asignados. Porque esa es la forma en que España se ha organizado. La Constitución optó por el reparto territorial del poder y por una fuerte descentralización. Ninguna de las críticas a Artur Mas que encontrará en este libro (y no son pocas) se refieren a su empeño en conseguir el pacto fiscal. Se refieren a lo que hizo desde que renunció a ese propósito. Sí repruebo la consigna del expolio, que amén de falsa es peligrosa.

El mayor problema de los constitucionalistas en Cataluña es su silencio. ¿Por qué callan, por qué esquivan la cuestión tantos partidarios de seguir siendo lo que somos, cuando lo que somos está amenazado? Al verdadero mapa del paisanaje catalán se acercan más las elecciones generales que las catalanas. Hablo, claro, del paisanaje catalán mayor de edad, y el matiz no es baladí dada la pretensión nacionalista de reducir la edad de voto en su consulta, entre otros cambios de parámetros. La mayor representatividad sociológica de las generales sobre las catalanas no me parece discutible: la fidelidad del mapa aumenta con la participación, que es más alta en las primeras. Con una participación del 100%, la fidelidad sería total. Cuando lleguen las elecciones plebiscitarias (formalmente autonómicas), es esencial que los constitucionalistas las tomemos tan en serio, al menos, como unas generales. Más en serio, porque lo merecerán. Serán decisivas. Es necesario que esto se entienda y se difunda. Mientras los nacionalistas-secesionistas airean sus deseos apurando todos los medios a su alcance, los otros evitan pronunciarse en público y realizan las más extrañas contorsiones cuando se les inquiere al respecto. Un experimento del periodista Arcadi Espada ilustra esta realidad.

Cuando Artur Mas liquidó anticipadamente su primera legislatura y aireó su nuevo objetivo, la consecución de un "Estado propio", Espada consideró que era un buen momento para que una serie de personalidades catalanas a las que se presumía contrarias a la independencia se pronunciaran. Treinta y siete fueron los interrogados. Entre ellos, cocineros de prestigio mundial, grandes empresarios, directores de medios de comunicación, destacados periodistas, arquitectos de renombre, diseñadores, banqueros, actores y poetas laureados, editores, cardenales, modelos, catedráticos, novelistas, deportistas y músicos. Sus nombres están en la hemeroteca, Espada publicó sus conclusiones. La primera pregunta rezaba: "¿Quiere usted que Cataluña siga formando parte del Estado de España?" Parecía bastante fácil: sí o no. La segunda, más especiada, decía: "¿Defendería activa y públicamente su punto de vista si en algún momento Cataluña y el resto de España iniciaran un proceso de discusión de su vínculo constitucional?"

La respuesta inmediata de dieciséis de los personajes fue… que no responderían a las preguntas. Otros dos ni siquiera acusaron recibo. Otros se mostraron bien dispuestos, pero adujeron no saber qué contestar. Al fin, sólo dos personas pronunciaron claramente el "sí" (que en una consulta sobre la secesión correspondería al "no"): la catedrática de Ética Victoria Camps y el banquero Josep Oliu. Tan aisladas voces merecen que recojamos su literalidad. La filósofa afirmó: "No soy separatista ni entiendo que las reivindicaciones de Cataluña tengan que llevar a pedir la independencia. Sentiría mucho que Cataluña dejara de formar parte de España. Defendería mi punto de vista. ¿Por qué no? Lo siento como una obligación ciudadana." Más parco, pero inequívoco, fue el presidente del Banco Sabadell: "Mi opinión personal es que sí." Aunque añadió: "Mi posición como presidente del Banco Sabadell ha sido y será siempre no tomar posiciones políticas." Dos sobre treinta y siete.

Creo que la razón de tanto mutismo y de tanto escapismo tiene que ver con lo que Elisabeth Noelle-Neumann llamó "la espiral del silencio":

"La disposición de un individuo a exponer en público su punto de vista varía según la apreciación que hace acerca del reparto de las opiniones en su entorno social y de las tendencias que caracterizan la fortuna de esas opiniones. Estará tanto mejor dispuesto a expresarse quien piensa que su punto de vista es, y seguirá siendo, el punto de vista dominante."

Por lo cual:

"Si la apreciación del reparto de una opinión está en flagrante contradicción con su efectiva distribución es porque la opinión cuya fuerza se sobrevalora es la que con más frecuencia se expresa en público."

Preveo que, cuando llegue la gran sorpresa, en estas líneas encontrará explicación, aunque no consuelo, el nacionalismo-secesionismo hegemónico en el espacio público catalán. Puestos en la tesitura de votar "sí" o "no" a la secesión, sin zarandajas, en el secreto de su cabina o de su sobre cerrado, ¿que votan los que callan? La muestra de Espada es cualitativa; la cuestión es si la falta de pronunciamiento de las elites catalanas contrarias a la secesión tiene consecuencias cuantitativas. Se trata de personajes "de referencia", influyentes, generadores en unos casos de opinión, creadores en otros de tendencias. O de importantes decisores. Viendo el orgullo expositivo de los secesionistas y la prudencia exquisita de los constitucionalistas (llámenles –llámennos– unionistas si lo prefieren; qué más da), es evidente que una percepción impera: la percepción de que comunicar la preferencia personal por seguir en España no resulta aconsejable.

En un futuro no muy lejano, los medios catalanes descubrirán a Elisabeth Noelle-Neumann y su espiral del silencio. Porque habrá ocasión de pronunciarse y, según creo, ganará el "no". Si tengo razón, a los medios públicos catalanes los podremos considerar perdedores, sin matices. En realidad, serán los perdedores principales, amén de los más pesados. A los medios privados, depende. Algunos, que no tienen nada de independentistas pero sí de calculadores, se preguntarán cómo no lo vieron: ¿por qué apostamos a un caballo perdedor que encima no es el nuestro?

Llegará el momento, no nos engañemos. Llegará el momento de las papeletas cruciales, las papeletas sobre la secesión de Cataluña, ya sea en un impecable referéndum con todas las de la ley (que no creo, aunque deseo), en una consulta sui géneris (que no creo, ni deseo) o en unas elecciones plebiscitarias (que sí creo, aunque no deseo). Cerrar los ojos a lo inevitable no sólo resultaría inútil a los catalanes que deseamos seguir en España; resultaría fatídico. Pudiendo darle al nacionalismo la lección de su vida, no le regalemos todas las ventajas expositivas, argumentales, pedagógicas y propagandísticas. Yo, al menos, no pienso hacerlo.

NOTA. Este texto está tomado del libro del mismo título que acaba de publicar Juan Carlos Girauta.

Pinche aquí para escuchar la entrevista que Mario Noya hizo a Juan Carlos Girauta en el LD Libros de este sábado.

Temas

Ver los comentarios Ocultar los comentarios

Portada

Suscríbete a nuestro boletín diario