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José María Albert de Paco

Inmaculados

El auge del soberanismo en Cataluña parece haber despertado del letargo a una serie de autores que apenas habían opuesto reparos al nacionalismo.

El auge del soberanismo en Cataluña parece haber despertado del letargo a una serie de autores que, en los últimos veinte años, apenas habían opuesto reparos al nacionalismo. Uno intuía que, dada la naturaleza de algunas de sus propuestas intelectuales, el pensamiento pujolista les debía de parecer un incordio, pero era imposible saberlo, porque lo cierto es que sólo afilaban el verbo con el Partido Popular. Cuando se les inquiría acerca de esa condescendencia, argüían que el conflicto identitario les resultaba ajeno, y que, en cualquier caso, quienes se mostraban críticos con el nacionalismo eran en verdad nacionalistas de otro signo. Y así, entre vapores, seguían a lo suyo, excretando estupendísimas novelas sobre los confines de la amistad o indagando en las claves del descrédito de la política.

Fui de los ingenuos que creyeron que, con la aparición de Ciutadans, y dado que entre los autores del manifiesto seminal había tipos tan encantadoramente marcianos como Félix de Azúa o Ferran Toutain, se produciría una suerte de eclosión intelectual por la que, al fin, el nacionalismo se situaría en el punto de mira de las plumas más finas, sagaces y elegantes del país. Un ingenuo, ya digo, porque lo que sucedió fue que los ausentes tomaron Ciutadans como unidad de medida para calibrar lo que jamás habrían de decir. Y así, por ejemplo, Elvira Lindo rehusó firmar el Manifiesto por la lengua común después de haber sido boicoteada en su pregón de las fiestas de la Mercè por emplear el castellano.

Pero en los últimos tiempos, repito, y como consecuencia de la amenaza de secesión propagada por Artur Mas, proliferan los artículos de gentes que, ahora sí, creen llegado el momento de decir esta boca es mía, quién sabe ya si a beneficio de inventario. Pienso, digámoslo ya, en hombres como Andrés Trapiello, Jordi Soler, Manuel Cruz, Enrique de Hériz o Miguel González. No, no se apuren; las más de las veces logran salir del empeño sin un solo rasguño y, por supuesto, habiéndose ciscado lo suficiente en España como para no los confundan con gentuza. Bien pensado, sería una lástima que, después de tantos años mirando para otro lado, ahora, justo en la zona cesarini, fueran a tildarles de anticatalanes. A ellos.

(Ah, los nombres. Verán, creo que en estos casos es más nocivo ocultarlos, como hizo el ministro Montoro cuando acusó a (algunos) actores españoles de evadir impuestos. ¡No, si yo al Partido Popular también sé criticarlo!).

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