Muchas opciones, todas malas
Desde el punto de vista geopolítico, el panorama es mucho más nítido. Una victoria del eje Rusia-Irán-Hezbolá es una catástrofe sin paliativos.
La especie de pre-ante-cuasi-acuerdo al que han llegado a toda prisa en Ginebra los ministros de Exteriores americano y ruso para, supuesta pero imposiblemente, destruir en un periquete las armas químicas sirias lo que hace es eliminar una de las más inútiles opciones salvándole la cara a Obama, de momento y sólo ante sus incondicionales, e instalando a Putin en el centro de todo el tinglado.
No era la peor, pero en todo caso era también perjudicial, pues un golpe "increíblemente pequeño" como el prometido por Kerry, su principal agente de ventas, no haría más que envalentonar a Al Asad empequeñeciendo ridículamente todavía más a Obama y a su país en el Oriente Medio. El peligro de verse enzarzado en una guerra de la que abomina nunca se puede descartar del todo, pero está demasiado dispuesto a no dejarse arrastrar como para que eso sea probable. Dado el nuevo recorte en el prestigio y protagonismo de Washington, los americanos ven disminuida su libertad de acción respecto a todas las demás opciones, ninguna de ellas, desde luego, ideal, ni siquiera pasable, por los peligros que comportan.
Para enfrentarse racionalmente a ciertos problema como el de Siria –y en general todo el Oriente Medio– lo primero que hay que hacer es sacarse de la cabeza la idea de que las cosas han de tener siempre solución, por supuesto buena. A veces lo mejor que puede hacerse es gestionar bien el desastre para que sea el menor posible. Cuando hay que elegir entre lo muy malo y lo absolutamente pésimo, la elección siempre asume el estigma de ser muy mala, ocultándosele a muchos que la alternativa real era todavía peor.
En Sira tenemos una guerra de exterminio, en la que el bando ganador liquidará a los vencidos. Si ganan los rebeldes, en su inmensa mayoría islamistas radicales, lo que ya es bastante malo, sedientos de venganza, lo que es peor, todos los familiares de la gran parentela de los Asad y los colaboradores que caigan en manos de aquellos sufrirán el destino de Gadafi. La misma suerte correrán los miembros de la minoría alauita, en torno al 10% de la población, base étnico-sectaria del régimen, componentes ya casi exclusivos de las unidades militares de choque y de los shabiha, milicias de asesinos encargados de sembrar el terror entre los civiles. Los cristianos que se refugiaron en una cierta laicidad protectora del régimen ya lo están pagando y ya están marchándose, como en todo el Oriente Medio. Por todo ello, el Gobierno no va a ceder sus armas de último recurso, de las que en último término piensa que puede depender su misma supervivencia física.
Si gana Al Asad, no hay vuelta posible a la dureza anterior a la guerra. No puede liquidar a la mayoría del país, pero sí incrementar la represión, infligir terror masivo y eliminar a todos los comprometidos.
Desde el punto de vista geopolítico, el panorama es mucho más nítido. Una victoria del eje Rusia-Irán-Hezbolá es una catástrofe sin paliativos.
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