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José García Domínguez

España no es el peor país del mundo

El cómo vayamos a salir de ésta no es algo que tenga claro nadie. Pero no será regodeándonos en el prejuicio paralizante de la excepcionalidad española.

No éramos el peor país del mundo antes de Madrid 2020. Y no seremos el peor país del mundo sin Madrid 2020. Tan castiza, tan estéril, la nueva ola de autodesprecio fatalista que ya asoma en el horizonte resulta igual de absurda que el optimismo pueril que la precedió. Aquí, saltamos sin solución de continuidad de la eufórica charlatanería patriotera más casposa a un masoquismo nihilista igual de casposo. Porque el primer problema de España no es la crisis sino el patológico antiespañolismo de los españoles. Nuestra mayor desgracia nacional, y en ocasiones como ésta se ve, es la interiorización, aún hoy, de la Leyenda Negra. Enfermedad crónica de nuestra cultura nacional que unas elites tan frívolas como irresponsables no se cansan de transmitir al común.

De ahí ese rifeño hipercriticismo vacuo y omnipresente que domina la escena española. Un fatalismo garbancero, el nuestro, inclinado siempre a las soluciones mágicas para salir de los atolladeros históricos. De ahí también el éxito que aquí siempre encuentran los bálsamos de fierabrás macroeconómicos. Un arbitrismo que todo lo confía a los vistosos proyectos escénicos para la galería, verbigracia las Olimpiadas. Porque resulta que en España no había dinero para investigación. Razón administrativa de que el CSIC se encuentre en quiebra técnica, sin siquiera tesorería suficiente con que pagar las nóminas de nuestros mejores científicos. Pero resulta que, ¡oh casualidad!, sí apareció el parné, y raudo, para sufragar a escote el pan y circo del ayuntamiento más endeudado del Reino.

En plena crisis, Alemania ha aumentado sus partidas con cargo al I+D+i. Y de idéntico modo han obrado Francia y Reino Unido Asunto, por cierto que no habrá de suponer ningún misterio para Jorge Wasenberg, el mismo que escribió no hace mucho: "Los países ricos hacen ciencia para ser ricos, mientras que los países pobres creen que los países ricos hacen ciencia porque son ricos". La alta investigación española está paralizada porque no había 393 millones de euros con que cubrir el déficit del CSIC. Ni los había ni los habrá. Al cabo, nada hay más transversal entre las elites hispanas que la miopía cortoplacista a propósito de nuestra suprema tara económica: la productividad. Nuestra productividad es casi tan pobre como la imaginación de los gobernantes. Por eso, no por la falta de flexibilidad y demás zarandajas, hay aquí un 26% de paro. Y ese mal crónico se cura con ciencia y tecnología, no con confetis, desfiles y banderitas. El cómo vayamos a salir de ésta no es algo que tenga claro nadie. Pero, desde luego, no será regodeándonos en ese prejuicio paralizante, el de la presunta excepcionalidad española. Felicidades, Tokio.

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