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Pedro Fernández Barbadillo

La causa de la guerra: "Ya no hay Pirineos"

El conflicto en las aguas del Peñón pone de manifiesto algo que ocurrió hace siglos pero que hoy recobra plena actualidad: el tratado de Utrecht.

Para marcar la nueva época que se iniciaba en Europa, se usan las célebres frases: "Qué alegría. Ya no hay Pirineos. Se han hundido y nosotros formamos una sola nación". Su autoría no está clara. Según el diplomático Miguel Ángel Ochoa, la pudo pronunciar en el acto acatamiento al nuevo rey celebrado en Versalles el 16 de noviembre de 1700 uno de estos dos personajes: Luis XIV o el embajador español, el catalán Manuel de Sentmenat, marqués de Castelldosríus.

En Viena se proclamó como rey de España al archiduque Carlos, pero las demás cortes reconocieron a Felipe V. El consenso lo rompió Luis XIV cuando empezó a actuar como lo llevaba haciendo todo su reinado: avasallando los tratados y las soberanías. Obtuvo para Francia el asiento de negros en las Indias, es decir, el tráfico de esclavos, y otras concesiones comerciales; colocó guarniciones francesas en los Países Bajos españoles, amenazando a Holanda; y mantuvo los derechos del joven Felipe V (nacido en 1683) a la corona de Francia, mediante un pronunciamiento del Parlamento de París en febrero de 1701, por lo que podía ocurrir que ambos reinos se uniesen en uno.

Las hostilidades comenzaron en el verano de 1701 entre Francia y Austria en el norte de Italia, mientras el nuevo rey, que había entrado en España por Irún en enero, empezaba a jurar ante las Cortes de algunos de sus reinos, como Castilla, Aragón y Cataluña.

El 7 de septiembre de 1701, se constituyó la Gran Alianza en La Haya, formada por Inglaterra, las Provincias Unidas, el Imperio, Hannover y Prusia.

En 1702, Felipe V había marchado de Barcelona a Italia, donde combatían ejércitos franceses y austriacos, para atraerse al papa Clemente XI y a los napolitanos. El 17 de abril desembarcó en Nápoles y regresó a España en enero de 1703.

Portugal recibe al archiduque Carlos

El ducado de Saboya y Portugal se adhirieron a la Gran Alianza en 1703. Para persuadir al rey portugués Pedro II fue decisiva la labor de Juan Tomás Enríquez de Cabrera, el último almirante de Castilla, que era partidario del archiduque Carlos y había huido de España, como numerosos aristócratas y funcionarios, a Portugal. Fue la más sonada defección de la corte de Madrid y en castigo Felipe V suprimió su título.

Otro factor fue el Tratado de Methuen, que convirtió al país en un satélite económico de Inglaterra. Con Portugal como aliado, los enemigos de los Borbones disponían de una inmensa base para operar en la Península Ibérica. A Portugal se le prometió Galicia.

El almirante de Castilla aconsejó a Viena que Carlos III se trasladase a las bocas del Tajo. El 7 de marzo de 1704 llegó a Belén el príncipe Habsburgo en el velero inglés Royal Catherine, escoltado por una imponente flota anglo-holandesa. Ese año, los aliados comenzaron una ofensiva terrestre (Ciudad Rodrigo, Badajoz, Alcántara y Ayamonte) y naval en dirección este. Sólo obtuvo éxito la flota, mandada por el almirante George Rooke y el príncipe de Darmstadt, antiguo virrey de Cataluña que se había pasado al bando austracista; aunque fracasó en el desembarco en Barcelona, conquistó en agosto la plaza de Gibraltar.

Al año siguiente, otra flota zarpó de Lisboa, esta vez con el archiduque a bordo y con destino Barcelona, y en esta ocasión el desembarco y el bombardeo de la ciudad condujeron a su rendición en agosto. El archiduque se asentó en Barcelona y sublevó los reinos de Aragón, salvo Jaca y Tarazona, y Valencia.

En febrero de 1706, Felipe V encabezó un ejército desde Madrid, a la vez que su abuelo enviaba otro por La Junquera y una flota a Barcelona desde Tolón. Los aliados les derrotaron en Barcelona y ahuyentaron la flota. El joven Borbón se refugió en Pamplona.

En la frontera portuguesa, los aliados vencieron a los borbónicos y penetraron en Extremadura y Castilla la Vieja. El archiduque se dirigió desde Zaragoza a Madrid, donde entró en junio de 1706 y se hizo proclamar rey. El Te Deum lo celebró el cardenal Portocarrero, ministro de Carlos II que había trabajado a favor de la candidatura del duque de Anjou y al que luego éste había despreciado. La Gran Alianza tocaba la victoria con los dedos: controlaba Italia; había infligido una derrota descomunal al ejército francés en la batalla de Blenheim; y, en un movimiento de pinza, partiendo de Portugal y Cataluña, había colocado a su pretendiente en Madrid.

Sin embargo, Felipe V, apodado «El Animoso», no se rindió. Carlos tuvo que dejar Madrid por problemas de suministros y marchó a Valencia. En octubre Felipe regresó a su capital.

Las batallas de Almansa y Villaviciosa

El 25 de abril de 1707 se libró una de las pocas batallas decisivas de la guerra: la de Almansa, en la que el duque de Berwick venció a los aliados. Los borbónicos penetraron en el reino de Valencia y llegaron hasta Tortosa y la línea del Ebro.

En 1708 Felipe perdió Menorca, Orán y Cerdeña y su abuelo fue vencido en la batalla de Oudenarde, en Flandes, y perdió Lille y Gante. Además, el papa trasladó su reconocimiento como rey del Borbón al Habsburgo y el archiduque contrajo matrimonio en Barcelona. Luis XIV recibió una oferta de paz tan humillante, que exigía que obligase a Felipe a renunciar al trono, que él y su nieto la rechazaron.

En 1710, Felipe V lanzó una ofensiva en dirección a Cataluña, pero le derrotó el archiduque y tuvo que abandonar Madrid de nuevo por Valladolid. En septiembre volvió a entrar su rival en la capital. La situación volvía a ser desesperada, pero en diciembre Felipe y el duque de Vêndome vencieron en Brihuega y Villaviciosa. A raíz de esta última batalla, toda España, salvo Cataluña y Baleares, reconocieron a Felipe V como rey.

En 1711 y 1712, los ejércitos borbónicos tomaron las ciudades catalanas de Gerona, Solsona, Balaguer y Cardona.

Antes el trono de Viena que el de Madrid

Los años transcurrían y no se producía ninguna victoria o derrota que obligase a uno de los bandos a rendirse. La causa decisiva fue un acontecimiento dinástico, tal como era el origen la Guerra de Sucesión.

En 1705, falleció Leopoldo I y le sucedió su hijo mayor, José, que desde 1690 era Rey de Romanos, es decir, el sucesor del emperador. El nuevo monarca era el hermano mayor del archiduque Carlos. Pero en 1711 una epidemia de viruela mató no sólo al Gran Delfín Luis, primogénito de Luis XIV, sino, también a José I. Como éste sólo tenía dos hijas, el trono imperial pasó a Carlos III. Entonces, los aliados cambiaron de proyecto. Se podía repetir la unión del Imperio y de España en una sola persona, como había ocurrido en 1520 al ser coronado como emperador Carlos I de España.

A este factor, el embajador Miguel Ángel Ochoa une otros tres: el triunfo electoral de los tories en Inglaterra frente a los belicosos whigs que elevó al cargo de primer ministro a Robert Harley; las citadas victorias de Villaviciosa y Brihuega; y el fracaso de los aliados en romper la solidaridad entre los Borbones.

El archiduque no vaciló en abandonar Barcelona y marchar a Viena para reinar como el emperador Carlos VI hasta 1740. Además, rompió la promesa que le hizo a su padre y su hermano de permitir que las hijas de éste reinasen antes que las suyas, de modo que forzó la aprobación de una Pragmática Sanción en 1713 que derogaba la Ley Sálica. Sin embargo, la archiduquesa María Teresa sólo accedió al trono después de otra guerra de sucesión, en la que Felipe V se alineó en su contra junto con Francia, Prusia y Baviera.

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