Las becas son un privilegio, no un derecho
Quienes se aprovechan de la ayuda de los contribuyentes deben responder con trabajo y dedicación.
Esta semana, la noticia de que la Comunidad de Madrid incrementará el precio de las tasas universitarias en unos 5 euros por crédito ha vuelto a llevar a las portadas la polémica sobre el coste de la educación superior. Los partidos de izquierda, los rectores y las asociaciones de alumnos han puesto el grito en el cielo, con los habituales argumentos sobre la conspiración de la derecha para crear una universidad para ricos y sobre la mercantilización de la educación.
No es ninguna novedad. En realidad, es parte de la estrategia para acabar con las reformas de Wert incluso antes de que entren en vigor. Los grupos de presión que dominan las aulas españolas pretenden mantener sus privilegios a costa de los contribuyentes y los buenos estudiantes. El Gobierno no puede permitir que estas protestas le aparten del buen camino que le marca su ministro, al que debería apoyar con mayor determinación.
La universidad, como todos los servicios públicos, hay que pagarla. La cuestión está en quién debe soportar su coste: los usuarios o los contribuyentes. No hay más alternativas. Los españoles ya pagan a través de sus impuestos más del 80% del coste de la educación superior. Es decir, los universitarios sólo abonan el 20% del valor real de su carrera. Y uno de cada cinco recibe becas que cubren el coste total de la matrícula. Son unos datos que no casan bien con esa imagen de universidad elitista e inaccesible a los menos adinerados que tan presente está en los medios en los últimos meses.
No hay que olvidar que la universidad es un servicio que capacita para trabajos y ocupaciones vedados a quienes no hacen una carrera. Todo aquel que decide cursar la educación superior lo hace con dos objetivos: alcanzar una meta personal, en forma de vocación profesional, y mejorar su capacitación para el mercado laboral, lo que se traducirá en sueldos más altos y un menor riesgo de desempleo. Por tanto, es lógico que la sociedad exija reciprocidad a quien se beneficia de estas ventajas. Las becas y las subvenciones en las tasas no son un derecho; son un privilegio, y quienes se aprovechan de la ayuda de los contribuyentes deben responder con trabajo y dedicación.
Habría que valorar si, en un modelo como el actual, no sería incluso más justo subir las tasas generales a cambio de ofrecer unas becas aún más generosas para aquellos que más se esfuercen. Del mismo modo, sería imprescindible involucrar más a la empresa privada en esta cuestión. Las grandes compañías españolas ya apoyan a nuestros estudiantes más brillantes. Y es seguro que estarían dispuestas a ampliar estas ayudas si existe un modelo realmente fiable, que garantice la excelencia formativa y capacite a los jóvenes para integrarse en el mercado laboral, con las habilidades que exige un mundo globalizado y competitivo.
Por eso, el camino abierto por Wert, subiendo las exigencias académicas para las becas y el porcentaje de matrícula que deben pagar los repetidores, es la única respuesta lógica en una sociedad responsable, que valora el esfuerzo que sus contribuyentes. Pese al mensaje que transmiten la mayoría de los medios, los servicios públicos no están garantizados per se. Los edificios en los que dan clase los universitarios y los sueldos de sus profesores no salen de una caja mágica que contiene una cantidad infinita de dinero público, ése que según algunos "no es de nadie". Si algo deberíamos enseñar a nuestros estudiantes es que sus años de universidad son posibles gracias al dinero de otros, que trabajan cada día para pagárselos.
De hecho, cabría preguntarse si no es este modelo de financiación una de las razones que se esconden detrás de la decadencia de nuestra educación superior. Las universidades se burocratizan con un sistema en el que su supervivencia no depende de su excelencia y la atracción de talento, sino de su capacidad para captar rentas en el presupuesto público. Y al mismo tiempo, los estudiantes rebajan su nivel de exigencia ante un servicio que les es entregado gratis o muy rebajado.
Hace décadas que algunos países están explorando fórmulas diferentes. La idea es que el coste de ir a la facultad no lo soporten ni los contribuyentes ni los padres, sino aquellos que disfrutan de sus beneficios: los alumnos. El sistema más extendido es el de créditos al estudio que se pagan años después, durante la vida laboral del licenciado. Si además los ingresos de los centros dependen exclusivamente de su número de alumnos, estaríamos cerca de la cuadratura del círculo.
El estudiante exigirá como cliente, porque sabrá que cada euro que ahora se ahorra tendrá que pagarlo en un futuro. El esfuerzo se verá recompensado, porque cada asignatura suspendida aumentaría la factura pendiente. Y las facultades tendrían que ponerse las pilas, porque nadie querrá perder el tiempo cinco años, sabiendo que tendrá que hacerse cargo de cada día perdido. Además, un sistema como éste sería perfectamente compatible con un buen programa nacional de becas, que premie a los estudiantes más brillantes. La idea es que cuando alguien decide ir a la universidad sepa que, como cualquier otro de los servicios de los que disfruta, tendrá que pagarla.
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