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Daniel Rodríguez Herrera

¿No tienes nada que ocultar?

El poder nunca ha sido bueno al controlarse a sí mismo y la información de la NSA terminará siendo empleada con fines distintos a la lucha antiterrorista.

Obama llegó al poder con una promesa de cambio en la política antiterrorista de Bush. Este había llevado la batalla a terreno enemigo con las guerras de Afganistán e Irak, y había reforzado la defensa con mayor gasto en Inteligencia y leyes que sin duda restringían libertades pero facilitaban el trabajo a los agentes. Obama prometió cargarse esas leyes, acabar con las guerras y, pese a ello, de algún modo mágico no especificado, garantizar la seguridad de sus compatriotas frente a los ataques terroristas.

El presidente demócrata ha dejado como única política ofensiva los ataques con drones, que no parecen suficientes como para sustituir la presencia militar y que además conllevan una hipocresía notable: está mal encerrar a los sospechosos en Guantánamo, pero matarlos es fetén. Pero como completamente irresponsable tampoco es, no sólo no ha abandonado las políticas defensivas sino que las ha ampliado, confiando en que unos medios completamente entregados a la causa hicieran la vista gorda. Y así ha sido en general hasta que se ha sabido que su Gobierno también espiaba a los periodistas.

El revuelo, no obstante, sorprende. Porque el problema no es de intimidad, o privacidad, como dicen ahora. Si fuera así, ¿por qué narices no nos borramos de empresas como Google o Facebook, que sin duda saben más de nosotros que la NSA? Al fin y al cabo, si cedemos esa intimidad para poder ver más fotos de gatitos encantadores no parece mucho pedir que lo hagamos para luchar en la noble causa antiterrorista.

No, el problema es que se trata del Estado. Hay una diferencia esencial entre que estudien tus datos de forma automática y sin intervención humana unas compañías cuyos productos has elegido utilizar y que lo hagan unos señores de negro a los que no puedes expulsar de tu vida y que tienen capacidad para meterte en la cárcel. Afirmar que no tienes nada que ocultar es absurdo: cualquier norteamericano medio, y también cualquier español, ha cometido sin saberlo un buen montón de irregularidades por las que su Gobierno le puede castigar.

Normal, pues, que, según el tamaño del Estado va creciendo, también lo haga la desconfianza hacia él: es más probable ser testigo o víctima de sus abusos e incompetencias. Pocas semanas antes de este escándalo supimos que los burócratas de Washington, tan imparciales que votan y pagan masivamente a los demócratas, utilizaron su posición en Hacienda para acosar al Tea Party. En cierto modo, da lo mismo si lo hicieron siguiendo órdenes o por iniciativa propia. Es una consecuencia natural de un Estado sobredimensionado e hiperregulado. ¿Cómo vamos a confiar en que usen bien la información recolectada?

El Gobierno de EEUU asegura que el espionaje de la NSA ha servido para desmantelar dos ataques terroristas, pero parece claro que en ambos casos se emplearon otras técnicas más prosaicas y propias del siglo pasado. Quieren hacernos creer que es necesario vigilarnos a todos mientras al mismo tiempo, por aquello de que no discriminar, se niegan a vigilar las mezquitas, que es donde van muchos musulmanes inocentes, sí, pero también los terroristas islámicos.

El poder nunca ha sido muy bueno en eso de controlarse a sí mismo. Así que la información que recolecta la NSA terminará siendo empleada con fines distintos a la lucha antiterrorista, lo quieran o no los políticos, que querrán. Pero eso tiene también su lado bueno. Existen más de cuatro millones de burócratas y contratistas con algún tipo de acceso a información confidencial del Gobierno de EEUU. Siempre habrá un Snowden, y a casi ninguno le costará tanto dejar a una novia tan buenorra.

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