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Jorge Vilches

¿Es español? Es pesimista

No ha habido un estallido social por la crisis económica porque estamos espiritualmente acostumbrados a la derrota y a la decadencia.

El enfrentamiento entre Aznar y Rajoy, expresidente vs. presidente, suena a canción del verano, a aburrida repetición de ritmos facilones y archiconocidos. El símil del jarrón chino –antiguo presidente comparado con valioso pero inútil objeto de decoración–, y que paradójicamente utilizó Felipe González para referirse a Aznar cuando él criticaba a Zapatero, está desgastado. Nada cambia para los ciudadanos tras estos debates porque se trata de batallas internas, de ruido de sables, de insípidos ajustes de cuentas, de un quítate tú para ponerme yo.

Las constantes noticias sobre corrupción, la sensación de falta de rumbo y de personalidad en la política gubernamental, y la ausencia de una alternativa, aumentan la desafección de los ciudadanos hacia políticos y sindicalistas. Ni siquiera la Casa Real ha quedado al margen de esta censura general. Los escritores y teóricos se gastan en artículos sobre la reforma del sistema, entre lamentos y baños de realidad. Nos fijamos en otros países, pero la comparación es inútil: que si la aplicación de la democracia interna en la elección de candidatos, que si listas abiertas en las elecciones institucionales, que si grandes pactos de Estado. Pero luego nos cae encima el arraigado complejo hispano: somos peores que los demás. "¡Que inventen ellos!", ya, lo que en realidad significa que no estamos dispuestos a hacer nada, salvo esperar.

"Tenemos los políticos que nos merecemos", se suele oír, y quizá sea verdad. Asistimos con una sonrisa narcotizada al fichaje de Neymar por el Barça, mientras somos arrastrados por un 25% de paro, por el anuncio de un plan para aumentar los impuestos, de ajuste de las pensiones a la esperanza de vida, y de la posibilidad de firmar contratos con sueldos por debajo del salario mínimo interprofesional. Así es fácil que nos quede el regusto de ese "atraso secular" que nos persigue como una condena.

Somos pesimistas, por qué negarlo. El pesimismo se rastrea en nuestra historia desde el Barroco, aferrado al espíritu del español como si fuera el motor y, al tiempo, el freno de nuestro progreso. Es un sentimiento hijo del desengaño, de la ilusión frustrada, del sueño quebrado, desde los liberales de Cádiz desengañados con un Fernando VII felón y un pueblo amante de las cadenas hasta una Transición a la democracia a la que hoy se mira entre la añoranza y la censura. Hasta el movimiento del 15-M ha pasado del encanto primaveral al desengaño más absoluto.

Por eso, entre otras cosas, no ha habido un estallido social por la crisis económica, porque estamos espiritualmente acostumbrados a la derrota y a la decadencia, a las burbujas imperiales e inmobiliarias, a ser el "Faro de Occidente" sin electricidad, a levantar el "martillo de herejes" y faltarnos el yunque, a blandir la espada de Roma y comprobar que es de madera. Y por eso, porque hay crimen sin castigo e histórica resignación, los padres de Juan Lanzas, el exsindicalista andaluz que se llevó todo lo que pudo, se burlan de la policía con expresiones como "Mi hijo tiene dinero pa asar una vaca" y no les va a pasar nada de nada. En fin. Como dicen los de la revista Mongolia:

No hay que preocuparse. España tiene una salida: el aeropuerto de Barajas.

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