¿Hace falta una nueva ley de partidos? (1)
¿Se puede mejorar? Siempre se puede mejorar, incluso el funcionamiento partidario, y quizá sea ésta una buena ocasión. Pero sin grandes expectativas.
Dos grupos de personalidades promueven la elaboración de una nueva ley de partidos o la reforma de la vigente. Encabezado el primero por Elisa de la Nuez, César Molinas, Carles Casajuana y Luis Garicano, y el segundo por Jordi Sevilla y Josep Piqué, ambos fundan sus propuestas en la necesidad de afrontar la crisis de confianza en los políticos que vienen reflejando los sondeos. Los dos grupos creen que el cambio en el funcionamiento de los partidos es condición inexcusable para mitigar el recelo ciudadano. Más democracia interna, con regulación de procedimientos por ley, más transparencia en la financiación y más apertura a la participación son, en breve, los remedios que plantean.
Desde mi pequeño puesto de observación, veo un problema implícito en el diagnóstico que hacen ambos. La desconfianza hacia los políticos está ahí, ¿quién lo duda?, pero también es evidente que guarda mayor relación con el desastre económico que con el funcionamiento interno partidario. Una parte considerable de la opinión pública entiende que los políticos han sido los culpables de la crisis, o al menos son culpables de falta de capacidad para resolverla. Los políticos se han situado en la percepción ciudadana como una de las principales lacras a raíz de la gran recesión, y no antes, a pesar de que los partidos funcionaban igual o peor.
De hecho, hasta hace una década nos arreglábamos con una ley de partidos de 1978 singularmente parca –sólo seis artículos–, y no se produjeron episodios sostenidos de desafección. La nueva ley de partidos, de 2002, no introdujo requisitos específicos de democracia interna y tampoco hubo, en aquellos años del milagro económico español, síntomas de notable desconfianza hacia ellos. Por concluir el recorrido, la financiación de los partidos se reguló en una ley de 2007, que fue reformada en fecha tan reciente como octubre de 2012.
Un estudio crítico de esa ley sobre financiación se echa de menos en las iniciativas mencionadas. Esto es, una justificación más acabada de sus propuestas, que identifique sobre el terreno las lagunas o los defectos de la legislación que se quiere cambiar. Con demasiada frecuencia, ¡ay!, se reclaman nuevas leyes cuando bastaría reclamar que se apliquen las existentes. O, pongamos, que se dote de instrumentos adecuados, por ejemplo, al Tribunal de Cuentas, ese supervisor de las finanzas de los partidos que emite su veredicto con un retraso monumental.
¿Se puede mejorar? Siempre se puede mejorar, incluso el funcionamiento partidario, y quizá sea ésta una buena ocasión. Pero sin grandes expectativas. Porque el quid no está ahí. Mientras duren los estragos de la crisis, los partidos, y en especia los partidos de gobierno, serán los pararrayos que atraigan el malestar y el descontento. Esto será así, me temo, aunque los partidos se hagan transparentes como el cristal y convoquen congresos cada dos años, en vez de cada tres.
Es más, no estamos solos en esto, como no lo estamos en casi nada. En Europa, los partidos de gobierno están asediados por la impopularidad en todas las naciones sacudidas por la recesión. Y en algunas que no lo están, pero han de poner dinero en los rescates de otras. La crisis económica no perdona. No perdona tampoco a los partidos tradicionales de los países donde, como subraya el grupo de Molinas y De la Nuez, los partidos están fuertemente regulados y, es un suponer, funcionan mejor que en España.
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