"Un mero acompañamiento impune"
si este fuera el nivel de razonamiento de los jueces, desde luego aquí no habría forma humana de que la justicia condenara alguna vez a alguien.
El auto con que la Audiencia de Palma da carpetazo a las pretensiones del juez Castro de imputar a la infanta Cristina en la causa que se sigue contra su señor esposo revela dos cosas importantes. La primera es la exuberancia argumental del tribunal para justificar un grado de ingenuidad impropio de magistrados con décadas de servicio activo. La segunda cuestión relevante es que una instrucción más cuidadosa hubiera hecho imposible, o al menos más difícil, este enjuague jurídico para evitar a la hija del Rey los rigores procesales que en otro caso le habrían correspondido.
Sostienen los dos magistrados firmantes –el tercero ha emitido un voto particular tan enérgico como ya inútil– que el que figurara el nombre de la hija del Rey de España en lugar destacado en los folletos utilizados por Nóos para publicitar sus actividades sin ánimo de lucro, la pertenencia de Doña Cristina a la Junta Directiva del instituto o la circunstancia de que en ese mismo órgano apareciera también el secretario personal de la infanta es sólo una "conducta de mero acompañamiento impune" (sic) que, si bien podría ser entendida "como una especie de carta de recomendación o de presentación del Instituto Nóos ante posibles clientes y administraciones públicas", "en modo alguno" tiene "trascendencia penal". Y ello, agárrense, "por mucho que la suscripción de estos convenios de colaboración [se refieren a los eventos Illes Balears Forum y Valencia Summit) vinieran presididos [sic, por precedidos] por reuniones que tuvieron lugar en el Palacio de Marivent y en la Zarzuela".
Así pues, el hecho de que el nombre de la infanta apareciera en la publicidad de los folletos con los que Urdangarín y su socio promocionaron sus actividades presuntamente dirigidas a trincar fondos públicos, o que la firma de los contratos se produjera después de sendas reuniones celebradas en los palacios de Marivent y la Zarzuela, no sugiere a los magistrados cierta relación causal que convendría acotar interrogando a Doña Cristina, personaje central en todo este asunto, sino que, por el contrario, son todos indicios claros de que los trinques susodichos "se realizaron al margen de cualquier intervención de la Infanta y de la Casa Real". Uno agradece que semejante muestra de ingenuidad sea un hecho aislado fruto de las peculiares circunstancias familiares que acontecen en el caso, porque si este fuera el nivel de razonamiento de los jueces en España, desde luego aquí no habría forma humana de que la justicia condenara alguna vez a alguien.
Lo más lamentable de todo este asunto es que ha sido el juez instructor el que ha servido en bandeja a los magistrados de la Audiencia la ocasión para pergeñar este auto, no por esperado menos lamentable. Fue la decisión del juez Castro de no imputar a la infanta Cristina cuando le fue solicitado por la acusación lo que ha servido de base para la negativa que ahora le ha transmitido el órgano superior, aduciendo con razón un cambio de criterio del instructor sin que haya aparecido nuevo material indiciario de suficiente relevancia. Su decisión de rechazar la petición de imputar a la infanta cuando había argumentos sólidos para fundamentarla (básicamente, los mismos que ahora, cuando ha decidido lo contrario) ha sentado un precedente que sus superiores han utilizado para dejarlo como un principiante a los ojos del Foro, y a todos los españoles con la boca abierta.
Al menos esta indolencia instructora ha servido para que la Audiencia de Palma alumbre un nuevo principio general del Derecho, el del "mero acompañamiento impune". El juego que va a dar a partir de ahora en los casos de corrupción política puede ser espectacular.
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