Thatcher, más allá del mito
Acaba de morir la mujer que terminó para siempre con la Inglaterra conservadora. Así, a golpe de paradojas, se escribe la Historia.
Acaba de morir la mujer que terminó para siempre con la Inglaterra conservadora. Así, a golpe de paradojas, se escribe la Historia. Y es que si algo quedaba en pie del viejo mundo asociado a los valores victorianos que tanto admiró Margaret Thatcher, apenas habría de ser mero recuerdo al verse expulsada del poder por los que hoy la lloran. En el fondo, ironías de Clío, su éxito fue su fracaso. Porque la sociedad sí existe, pero no aquélla. El thatcherismo, otra paradoja, es un mito político creado por la izquierda, que se empeñó en atribuirle una carga ideológica que no se compadecía demasiado con su praxis inicial.
Al cabo, Thatcher se limitó a extender el certificado de defunción de un sistema económico, el corporativista británico de la posguerra, ya fallecido de muerte natural. Los propios laboristas, con Callaghan a la cabeza, lo habían reconocido sin ambages. El Reino Unido, un Estado en quiebra, pasaba entonces por el trance humillante de rogar árnica al FMI como una cualquiera de sus excolonias tercermundistas. El keynesianismo (a saber lo que habría pensado Keynes de aquel apaño de intereses sindicalizados del que pendía su apellido) se revelaba inviable en las nuevas economías abiertas, donde el capital salta de frontera en frontera. Algo que no tardarían en descubrir la Francia de Mitterrand y la mítica Suecia del mítico modelo.
De hecho, el sesgo utópico de Thatcher arribó bastante después, a finales de los ochenta. Fue cuando llegó a tomarse en serio una quimera: el retorno al mundo del laissez faire del siglo XIX. Deslumbrada por el doctrinarismo, pretendió que liberar a las fuerzas del mercado de los corsés que las habían reprimido sería compatible con recrear el idílico Estado minimalista de las novelas de Dickens. Una fantasía que la realidad se encargó al punto de demoler. Thatcher aún lo ignoraba, pero ninguna máquina del tiempo dispone de marcha atrás. Nadie se extrañe, pues, de que el gasto del Gobierno hubiera subido un 13% –sí, he escrito subido– entre 1990, instante en que el partido la defenestró, y 1979, año de su llegada al poder. Derramó sangre por las Malvinas e igual lo hubiese hecho por Gibraltar. Que la tierra le sea propicia.
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