Un ateo asustado
Nuestra civilización está amenazada por todos los flancos y sería suicida, cuando más urge apuntalarla, prescindir de un factor de poder como la Iglesia.
En el artículo "Un ateo preocupado" (3/5/11) manifesté que mi ateísmo abarca todas las religiones, sean estas monoteístas, politeístas o paganas, así como las patrañas de la New Age, con sus ramificaciones orientalistas y esotéricas. Todo lo sobrenatural me es ajeno. A continuación expliqué por qué, no obstante mi ateísmo, me ofendía la campaña que los frívolos y los fóbicos españoles habían desatado contra las manifestaciones públicas y los símbolos de la Iglesia católica. Los carteles con la leyenda "Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida" fueron el primer testimonio de esta campaña. Escribí entonces:
He aquí una exhortación que se llevaría las palmas en un torneo de demagogia y egoísmo, puesto que no guarda relación con la existencia o probable inexistencia de Dios, sino sólo con las ansias, por cierto muy justas y recomendables, de gozar de la vida. Y es probable que, a diferencia de los organizadores de la campaña, muchos ateos vivamos más preocupados que los creyentes por una multitud de problemas para los que no vemos solución en este mundo ni, por supuesto, en otro del más allá. Esta preocupación también explica por qué fueron ateos quienes elaboraron, abrazaron e intentaron convertir en realidad quimeras sociales y políticas que degeneraron en las peores carnicerías del siglo XX, con coletazos que aún duran.
Una pésima noticia
Hoy, mi preocupación se ha transformado en miedo. Soy un ateo asustado. Asustado por muchos motivos, pero, aunque parezca contradecir, una vez más, mis convicciones, lo que ha terminado de alarmarme es la renuncia del papa Benedicto XVI. Si nuestra civilización está amenazada por todos los flancos, el debilitamiento de cualquiera de sus pilares –entre los que sobresale la Iglesia católica, aunque la sociedad laica que defiendo viva en permanente tensión con ella– es una pésima noticia.
Lógicamente, puesto que no tengo ninguna afinidad con la doctrina de la Iglesia, ni con la interpretación que de ella puedan hacer pontífices o teólogos, me abstengo de abrir juicio sobre la trayectoria del Papa desde el punto de vista religioso. Apenas me atrevo a confesar que coincido con la opinión profana que vertió Miguel Boyer Arnedo (no confundir con su padre, el exministro Miguel Boyer Salvador) en El Mundo (16/2):
Quizá haya que explicar aquí que los papas intelectuales no creen en el cielo folclórico de la tradición católica, sino que creen en la filosofía, en la ontología, en la ética, y en la metafísica. Es decir, en la religión de Kant. (...) Pero también es cierto que para llegar tan alto han tenido que convencerse en algún momento de que la institución de la Iglesia universal necesita absolutamente la liturgia. Porque la liturgia es el idioma de los pobres, de los ignorantes y del pueblo. (...) Sea como sea, quizá es hora de asumir que el Papado se ha convertido en una cosa tan absurdamente ritualista que, si bien constituye un buen negocio para actores como Wojtyla, también es un asunto ruinoso para filósofos como Ratzinger.
Lo dicho: nuestra civilización está amenazada por todos los flancos y sería suicida, cuando más urge apuntalarla, prescindir de un factor de poder como es la Iglesia. Sin olvidar por ello que esta civilización también descansa, hoy, sobre otro pilar que nos legó la Ilustración: la sociedad abierta, plural y laica. Si en nuestra civilización no convivieran estos elementos en permanente conflicto, sucumbiría despojada de su savia vital. Para corroborarlo, nada mejor que acudir al libro Civilización. Occidente y el resto, de Niall Ferguson, cuyo rigor lo sitúa a la altura del señero El choque de civilizaciones, de Samuel P. Huntington.
Polemizar desprejuiciadamente
Mario Vargas Llosa sintetizó con precisión las causas a las que Ferguson atribuye el predominio de la civilización occidental (El País, 10/1/2013). Son seis:
La competencia que atizó la fragmentación de Europa en tantos países independientes; la revolución científica, pues todos los grandes logros en matemáticas, astronomía, física, química y biología a partir del siglo XVII fueron europeos; el imperio de la ley y el gobierno representativo basado en el derecho de propiedad surgido en el mundo anglosajón; la medicina moderna y su prodigioso avance en Europa y Estados Unidos; la sociedad de consumo y la irresistible demanda de bienes que aceleró de manera vertiginosa el desarrollo industrial; y, sobre todo, la ética del trabajo que, tal como lo describió Max Weber, dio al capitalismo en el ámbito protestante unas normas severas, estables y eficientes que combinaban el tesón, la disciplina y la austeridad con el ahorro, la práctica religiosa y el ejercicio de la libertad.
Pero lo mejor es dejar la palabra al mismo Ferguson para que describa, sin eufemismos políticamente correctos, el porqué de los temores que deben angustiar tanto al creyente como al ateo, siempre que tanto el uno como el otro estén comprometidos con la preservación de la civilización occidental, esa misma civilización que nos garantiza las libertades indispensables para polemizar desprejuiciadamente entre nosotros sobre todo lo humano y lo divino... He aquí Ferguson:
Lo que Chesterton temía era que, si el cristianismo disminuía en Gran Bretaña, la superstición "sofocaría todo vuestro arraigado racionalismo y escepticismo". Desde la aromaterapia al zen, pasando por el arte del mantenimiento de la motocicleta, hoy Occidente está de hecho inundado de cultos posmodernos, ninguno de los cuales ofrece ni de lejos nada tan vigorizante económicamente, o socialmente cohesivo, como la vieja ética protestante. Y lo que es peor, este vacío espiritual deja a las sociedades europeas occidentales a merced de las siniestras ambiciones de una minoría de personas que sí tienen fe religiosa, además de la ambición política de expandir el poder y la influencia de dicha fe en sus países de acogida. (...) En realidad, los valores centrales de la civilización occidental se ven directamente amenazados por la clase de islam suscrito por terroristas como Muktar Said Ibrahim [descubierto en el 2005 cuando planeaba detonar bombas en el sistema de transporte público de Londres] (...) La separación entre la Iglesia y el Estado, el método científico, el imperio de la ley y la propia idea de una sociedad libre –incluidos principios occidentales relativamente recientes como la igualdad de los sexos y la legalidad de los actos homosexuales– son todas ellas cuestiones abiertamente rechazadas por los islamistas.
La frágil España
Ferguson no oculta en ningún momento su temor de que a los 500 años de predominio de Occidente los siga un periodo de decadencia que podría desembocar, literalmente, en el colapso. ¿En beneficio de China? ¿Del Islam? Al interrogante lo acompaña una cruda descripción del saqueo de Roma por los godos en agosto del 410 d. C., extraída de Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, de Edward Gibbon. Con una sabia reflexión final, no desprovista de un contenido autocrítico que aflora a lo largo de toda la obra:
Obviamente, la civilización occidental está lejos de carecer de defectos. Ha perpetrado su ración de desafueros históricos, desde las brutalidades del imperialismo hasta la banalidad de la sociedad de consumo. Su intenso materialismo ha tenido toda clase de consecuencias dudosas, entre ellas el malestar que Freud nos animaba a consentir. Y desde luego ha perdido aquel ascetismo frugal que a Weber le resultaba tan admirable en la ética protestante.
Sin embargo, este paquete occidental todavía parece ofrecer a las sociedades humanas el mejor conjunto disponible de instituciones económicas, sociales y políticas; aquellas que con más probabilidades suscitarán la creatividad humana individual capaz de solucionar los problemas que afronta el mundo del siglo XXI. En el último milenio, ninguna civilización lo ha hecho mejor a la hora de descubrir y formar a los genios que se agazapan en el extremo derecho de la curva de distribución de talento de cualquier sociedad humana.
El producto es delicado. Sus componentes frágiles. Cualquier imprudencia hija de la irresponsabilidad, de la frivolidad o de las fobias podría desbaratar la obra maestra. Advierte Ferguson:
Tal vez la verdadera amenaza no la planteen el auge de China, el Islam o las emisiones de CO2, sino la pérdida de nuestra propia fe en la civilización que heredamos de nuestros antepasados.
Tomemos buena nota de la admonición. Se aplica a la estabilidad de la institución papal, en la medida en que esta refuerza nuestra civilización, y, ¿por qué no?, se aplica igualmente a la cohesión de las instituciones de la frágil España, socavadas por un conglomerado mortífero de savonarolas de ocasión, nihilistas congénitos, paleorrepublicanos irredentos y secesionistas retrógrados. Fenómeno más que suficiente para asustar al ciudadano de a pie.
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