Obama y Romney no son iguales
No sería de extrañar que un Obama reelegido hubiera de afrontar un proceso de 'impeachment' por el escándalo de Bengasi.
"Todo el mundo tiene derecho a su propia opinión, pero no a sus propios hechos": es posiblemente la cita más conocida de Daniel Patrick Moynihan, uno de los políticos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX en Estados Unidos. Demócrata e intelectual de los de verdad, pese a ser bastante de izquierdas colaboró con Gobiernos republicanos y criticó algunas posiciones ortodoxas de su partido, como los beneficios del Estado del Bienestar o la imposición de un sistema sanitario universal a lo Obamacare.
"No existe una crisis sanitaria en este país", afirmó Moynihan en los años 90, en el debate de lo que, de aprobarse, seguramente hubiera sido bautizado como Hillarycare. Hoy sí la hay. Pese a que no existe un sistema público como tal, aproximadamente la mitad del gasto sanitario en Estados Unidos es responsabilidad del Gobierno a través de los programas Medicare y Medicaid, tan costosos como burocratizados, hasta el extremo de que buena parte de su coste se lo lleva su difícil gestión. Este capítulo, junto con el resto de gastos del Estado de Bienestar, ya supera el presupuesto federal en Defensa y es, junto a las políticas keynesianas de estímulo de Obama –para entendernos, como el Plan E pero a lo bestia–, la principal razón –del lado del gasto– por la que se ha disparado el déficit en Estados Unidos. Los gastos militares, siendo cuantiosos, han crecido durante el mandato de Obama a un ritmo mucho menor.
La respuesta de Obama a esta crisis ha sido el llamado Obamacare, su única gran reforma y la única de gran calado que ha sido aprobada sólo con los votos de uno de los dos grandes partidos... pero ni siquiera ha obtenido el apoyo de todos los congresistas de ese partido. Esa es, quizá, la principal diferencia no ideológica entre ambos candidatos. Los dos últimos años, con el Congreso en contra, Obama no ha sido capaz de aprobar siquiera un presupuesto. Incapaz de negociar nada con el enemigo, su sectarismo ha dejado claro que carece del liderazgo que el presidente de un país con el sistema político de Estados Unidos necesita. Romney, por su parte, fue capaz de gobernar un estado en que la práctica totalidad de la legislatura era del Partido Demócrata y sacar reformas adelante.
Cómo es Romney
Esa virtud, naturalmente, tiene una doble cara. Los conservadores y liberales más ansiosos de un cambio radical seguramente se vean decepcionados con una victoria de su candidato. Previsiblemente Romney daría un giro importante al rumbo del país, especialmente en el improbable caso de que el Senado vuelva a manos republicanas, pero procurará no ir demasiado lejos si a cambio logra votos demócratas.
La propaganda de Obama asegura que Romney dejó tras de sí en Massachusetts un "legado de deuda en alza, impuestos más altos y uno de los peores registros económicos del país", acompañándolo de diversas estadísticas cuyo punto en común estriba en que hacen medias de los datos económicos sin mirar la diferencia entre cómo se los encontró el republicano al llegar y cómo los dejó al irse. Lógico, por otra parte; si hay algo por lo que se distingue la propaganda política es, precisamente, por ignorar las sabias palabras de Moynihan.
Romney heredó de su predecesor un déficit de 3.000 millones de dólares y dejó a su sucesor un superávit de entre 600 y 700 millones. La parte mollar fue debida a la reducción del gasto; el resto, a un aumento de ingresos debido no a que subiera los tipos impositivos sino sobre todo a que eliminó diversas deducciones, lo mismo que ha prometido hacer esta vez si llega al poder. Y aunque resulta difícil responsabilizar al gobernador de las cifras de paro en el estado en que gobierna, especialmente si un 85% de los legisladores son del partido contrario, lo cierto es que recogió el empleo en el 5,6% y lo dejó en el 4,6%. Cuando llegó al Gobierno, Massachusetts era el estado número 50 en empleo; lo dejó en el puesto 28 cuatro años después.
Es ciertamente su experiencia como gobernador, en comparación con la inexistente experiencia ejecutiva de Obama antes de llegar a la Casa Blanca, y sus decepcionantes cuatro años en ella, uno de los principales activos de Romney para republicanos e independientes. Otro es su fortuna, amasada durante sus años en Bain Capital, empresa que fundó y dirigió durante mucho tiempo. Afortunadamente, en Estados Unidos la mayoría sigue viendo la riqueza obtenida legítimamente como prueba de capacidad personal, y no como objeto para que las lucías echevarrías del mundo demuestren su bajeza moral e intelectual.
Cómo es Ryan
La propaganda de la izquierda norteamericana también se ha cebado en Paul Ryan, la elección de Romney como vicepresidente y una de las estrellas emergentes del Partido Republicano. Un puesto que se ha ganado sobre todo por ser el legislador que mejor se conoce las cuentas del Gobierno federal entre todos los congresistas y senadores de ambos partidos. Su propuesta de presupuesto ha servido de enganche a un nivel similar al del Contrato por América de Newt Gingrich, hace ya casi veinte años. Tanto es así que su sola designación le supuso a Romney el apoyo de su base.
Normalmente, la estratagema demócrata para desacreditarle ha sido declararle una persona sin corazón, que quiere dejar sin protección a los más pobres. Lo que siempre hace la izquierda en todos lados, vamos. Su propuesta para reformar Medicare e impedir que represente una factura insostenible para el Gobierno es convertirlo en una suerte de cheque sanitario y permitir la competencia entre las aseguradoras para bajar los costes sin reducir el servicio.
En esta campaña, la acusación que más se le ha lanzado ha sido la de mentir, que no había estado de moda hasta su discurso en la convención del partido en agosto. En concreto, los demócratas le acusaron de mentir por decir que Obama había quitado 716.000 millones a Medicare para financiar su propio programa sanitario, por acusar a su vez al presidente de faltar a sus promesas de impedir el cierre de una fábrica de la General Motors o por culparle de que las agencias de rating hayan bajado la calificación de Estados Unidos, cuando según ellos la culpa la tiene el Congreso, dominado por los republicanos, por no autorizar la subida del límite de deuda.
Las acusaciones concretas son falsas. Sí, Obama ha cogido el dinero de Medicare para financiar Obamacare. Sí, Obama prometió que la fábrica seguiría allí "cien años" y fue cerrada después de llevar él seis meses en el poder y haber nacionalizado General Motors. En cuanto a quién tiene la culpa de los problemas crediticios de Estados Unidos, resulta difícil llamar mentiras a las acusaciones entre políticos de distintos partidos que no se han puesto de acuerdo. Pero nada de esto es demasiado importante, porque los vicepresidentes no lo son. Biden sirvió en 2008 para dar tranquilidad sobre la política exterior, y hoy sirve tanto para acuñar el eslogan real de la campaña de Obama ("Ben Laden está muerto y General Motors viva") como para meter la pata cada dos por tres. Ryan, en cambio, está para decir a las bases que Romney está comprometido con acabar con el déficit. Y ya.
Cómo es Obama
Obama se presentó en 2008 como el candidato que curaría las heridas de una América dividida, forjando consensos y acabando con el estigma del racismo. Pero ha demostrado ser el sectario que acudió durante veinte años a los sermones del reverendo Wright, quien lleva toda su vida atacando a los blancos con un lenguaje y unas ideas muy racistas, solo que desde la otra orilla.
El carácter del Gobierno Obama cabe ilustrarlo con un par de ejemplos. El Ministerio de Sanidad ha ordenado por decreto que las empresas que contraten seguros médicos para sus empleados, la mayoría, financien los anticonceptivos de sus empleados, incluyendo píldoras abortivas. Naturalmente, las empresas de propiedad católica y algunas protestantes han puesto el grito en el cielo, nunca mejor dicho. El Gobierno de Obama dice que es para garantizar el "acceso" a los anticonceptivos, cuando en realidad lo que quiere es forzar a terceros a pagar por píldoras abortivas, incluso cuando ataca a sus ideas religiosas.
Por otro lado, el llamado precipicio fiscal que llegará en enero reduce tanto el presupuesto de defensa federal que muchas compañías del sector tendrán que despedir a muchos de sus trabajadores. Pero una norma aprobada por los demócratas durante este mandato obliga a notificar este tipo de despidos con sesenta días de antelación, lo cual supondría comunicarlos ahora, justo antes de las elecciones. Para evitarlo, funcionarios de la Administración Obama han pedido a las empresas que incumplan la ley, prometiéndoles incluso defenderles en los tribunales si esto les provoca problemas legales.
Esta conducta muestra que Obama es, ante todo, hijo de la cultura política que le llevó a donde está ahora: hijo de Chicago y de Illinois, uno de los lugares más corruptos de Estados Unidos.
Qué podemos esperar
Si gana Obama, no cabe esperar que colabore con los republicanos, porque no lo ha hecho estos dos últimos años. El escándalo de Bengasi, actualmente en espera por el apoyo que está recibiendo de los principales medios, probablemente estallaría tras una victoria; en círculos republicanos ya se está hablando de impeachment, pues los dos agentes de la CIA que murieron tras siete horas de lucha no recibieron ayuda suficiente por órdenes de arriba, aún no se sabe de quién. Algo a priori más grave que Watergate, sin duda.
Es más, es muy probable que, no teniendo que volver a enfrentarse al electorado, Obama optara por virar aún más a la izquierda. En política interior, la mayor parte de las medidas sanitarias y educativas aprobadas en su mandato comienzan a funcionar en 2012, y cabe esperar aún más protestas contra ellas. Su incapacidad para negociar con sus rivales políticos hará más difícil resolver los problemas económicos. En política exterior, ya dijo a Putin hace meses que después de la reelección tendría las manos más libres para negociar con él, y el New York Times ha filtrado su disposición a negociar con los ayatolás. No es de extrañar que Netanyahu haya apostado con una claridad muy poco habitual en las relaciones entre Estados Unidos e Israel por el candidato republicano en estas elecciones.
Romney, no hay que olvidarlo, es el candidato que los republicanos no querían. En un año en que muchos ingenuos daban por ganadas las elecciones, en las primarias fueron votando casi por cada nuevo candidato que prometía unas convicciones de derechas más firmes hasta que pinchaba un par de semanas o un mes después. Mientras, Romney quedaba justo detrás de cada candidato de moda, viéndolos caer uno por uno hasta finalmente quedarse solo.
Había razones de peso para esa desconfianza. Romney se presentó a estas primarias con unas ideas bastante más liberales que las que le llevaron en 2008 a ser el que estuvo más cerca de derrotar a McCain, pero su historial dejaba lugar a la desconfianza. Aquel año también apoyó que el Gobierno ayudara a la industria del automóvil, aunque después de que General Motors y Chrysler declararan la suspensión de pagos y pudieran así librarse de los acuerdos con sus sindicatos, mientras que Obama las nacionalizó precisamente para salvarlos. Y en Massachusetts aprobó un programa sanitario sospechosamente parecido a Obamacare, aunque menos intrusivo y complejo. Por más que lo haya defendido con el muy republicano argumento de que son los estados quienes deben decidir sobre esos asuntos y no el Gobierno federal, muchos votantes tienen razones para dudar.
De ser elegido, Romney no se comportará como un radical, ni siquiera de los buenos. Procurará solucionar problemas, con mayor o menor fortuna. Pero dado que una parte importante de su partido está ya bajo la influencia del Tea Party, tampoco se convertirá en un centrista descreído. Puede que sus convicciones no sean muy firmes, pero parece saber cuál es su papel.
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