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Julián Schvindlerman

Salman Rushdie sigue vivo

El célebre autor de 'Los versos satánicos' da cuenta en sus memorias de su vida permanentemente amenazada por el totalitarismo islámico.

A las 4:10 p. m. del 16 de febrero de 1988, un escritor británico de origen indo-musulmán escribió en su diario personal: "He llegado al final". Al final de la novela en que andaba trabajando. Al día siguiente hizo algunas correcciones y 24 horas después entregó el manuscrito a sus agentes. En algún momento su mirada se posó sobre una pequeña nota fijada en la pared frontera de su escritorio, que había escrito para sí mismo:

Escribir un libro es establecer un contrato fáustico a la inversa. Para conseguir la inmortalidad, o al menos la posteridad, pierdes, o al menos arruinas, tu vida cotidiana real.

El autor se llamaba Salman Rushdie, y la obra que acababa de terminar, Los versos satánicos.

El título de la novela estaba inspirado, según refiere el propio Rushdie en sus memorias, Joseph Anton, que acaba de publicar, en un hecho de la historia islámica. Mahoma recibió una revelación y recitó la sura número 53, que luego retiró alegando que el diablo se había disfrazado de arcángel y lo había engañado. Esos versos, pues, no eran divinos sino satánicos y por consiguiente debían eliminarse del Corán.

Jamás imaginó el torrente de acontecimientos que se sucederían y lo llevarían al borde de la muerte. Joseph Anton fue el alias que escogió para su vida clandestina; un alias con el que quiso rendir tributo a dos de sus autores favoritos: Conrad y Chejov. Por cierto, Rushdie no es su apellido verdadero. Su abuelo se llamaba Khwaja Muhammad Din Kahliqi Dehlavi, y su padre, un escéptico muy aficionado a investigar el islam, había adoptado el apellido Rushdie en honor a Abul Walid Muhammad ibn Ahmad ibn Rushd, o sea Averroes, filósofo árabe-español del siglo XII, comentarista de Aristóteles, pionero de la argumentación racionalista en oposición al literalismo islámico. "Los versos satánicos resonó en el sigo XX a modo de eco de esa discusión con ochocientos años de antigüedad", refiere Rushdie.

Sus extensas memorias tienen como hilo conductor la peripecia de su novela más famosa, reconocida por su mérito literario pero más aún por la polémica internacional que la acompañó, y que alteró profundamente la vida del autor. Escritas en tercera persona, en sus páginas vemos a Rushdie en el papel de relator alejado, y a la vez inevitablemente comprometido, con el destino, las vicisitudes, los triunfos y los padecimientos de Joseph Anton.

El día en que recibió las galeradas de Los versos satánicos tenía en casa a una periodista, amiga suya, del Times of India. Le pidió que se lo permitiera leer; una vez leído, le ofreció reseñarlo para la prensa de su país. A Rushdie no le alcanzarían los años de su vida para arrepentirse. El titular y el contenido de la nota le disgustaron, pero menos que el hecho de que se publicara nueve días antes de que un solo ejemplar arribara a la India. Así que la ira que se desató enseguida no pudo ser contenida con lecturas in situ de la obra. Sin leerla, un político musulmán, miembro del Parlamento indio, acusó a Rushdie de haber actuado "con premeditación satánica". "No tengo que atravesar una cloaca inmunda para saber qué es la inmundicia", remachó.

La India se convirtió en el primer país en prohibir Los versos satánicos. Salman no pudo volver a su país natal en doce años largos.

En Inglaterra, la editorial recibía amenazas. Algunos padres de alumnos pidieron en la escuela de su hijo que éste fuera removido del centro. La comunidad política y literaria se dividió entre quienes acusaron al autor de provocador y quienes lo defendieron como un símbolo de la libertad de expresión. Joseph Brodsky, John Le Carré, Roald Dahl, el Príncipe de Gales y el arzobispo de Canterbury, entre muchos otros, lo repudiaron. Cristopher Hitchens y J. M. Coetzee permanecieron a su lado. Paul Trewhela encuadró a Rushdie en las filas de la literatura antirreligiosa, junto con Boccaccio, Chaucer, Rabelais, Aretino y Balzac, y lo defendió con pasión comunista: "El libro no será acallado. Estamos en el parto, doloroso, sangriento y difícil, de un nuevo período de ilustración revolucionaria". A Rushdie le había tomado cuatro años escribir la obra, y cuando le espetaban que era un insulto al islam lamentó no poder contestar lo que se le ocurrió tiempo después: "Puedo insultar a la gente mucho más deprisa".

Un chiste de la época decía: "¿Has oído hablar de la nueva novela de Rushdie? Se titula Buda, pedazo de cabrón". Pero el sentido del humor era lo último que se respiraba en la atmósfera. Desde Egipto, el gran jeque de Al Azhar, Gad el Haq Alí Gad el Haq, lo tachó de blasfemo. Omar Abdel Rahman, el jeque ciego que sería encarcelado en los años noventa por intentar destruir el World Trade Center, también cargó contra él. Yusuf al Islam, conocido como Cat Stevens antes de su conversión al Islam, clamaría por la muerte del escritor. En Bradford, un grupo de musulmanes clavó un ejemplar en un trozo de madera y le prendió fuego. Al día siguiente, la mayor cadena de librerías de Gran Bretaña, W. H. Smith, retiró Los versos satánicos de sus 430 tiendas. Rushdie se había convertido, a juicio del crítico literario inglés Nicholas Shakespeare, en el Alfred Dreyfus de la literatura.

Las cosas todavía podían empeorar. Y empeoraron. En la India y en Pakistán la policía reprimió a tiros a manifestantes musulmanes enardecidos. Hubo muertos. Desde Irán, el convaleciente ayatolá Jomeini promulgó una fetua que fue emitida por la televisión:

Comunico al orgulloso pueblo musulmán del mundo que el autor del libro Los versos satánicos –libro contra el islam, el Profeta y el Corán– y todos los que hayan participado en su publicación conociendo su contenido están condenados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten allí donde los encuentren.

Rushdie se enteró por medio de un llamado telefónico. Estaba en su casa. Desde el otro lado de la línea, una periodista de la BBC le preguntó: "¿Qué siente uno al saber que el ayatolá Jomeini lo ha condenado a muerte?". Era un martes soleado en Londres, recuerda el autor, "pero esa pregunta extinguió la luz".

El 11 de septiembre pasado, la bandera negra del salafismo (adoptada por Al Qaeda) flameó en la embajada de los Estados Unidos en El Cairo luego de que fuera atacada por una turba iracunda. En Libia, el embajador estadounidense fue asesinado, junto a otros diplomáticos. En una treintena de países islámicos hubo manifestaciones antioccidentales, que dejaron un saldo de al menos cincuenta muertos. Todo, presuntamente, por un rudimentario video, lesivo para la fe musulmana, confeccionado en California por un individuo.

El caso Rushdie fue la antesala de un choque que, cada tanto, ha producido nuevas condenas, fetuas, protestas y tumultos, contra medios y personalidades como Benedicto XVI, Theo Van Ghog, Oriana Fallaci, Ayaan Hirsi Ali, Pilar Rahola, Jyllands Posten y Charlie Hebdo. La lectura de Joseph Anton, bajo esta perspectiva y en las actuales circunstancias es imprescindible. Aun si deja la sangre helada.

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