Cara y cruz de dos candidatos
Es posible que, por primera vez en su Historia, Estados Unidos no pueda hacer frente económicamente a ese desafío.
Soy plenamente consciente de que en España existe una tendencia –temo que nada desinteresada– a intentar encajar la realidad política de Estados Unidos en patrones nacionales. Así, Obama se ha convertido en el ZP americano no porque, en realidad, se le parezca sino porque la imagen resultaba grata para las izquierdas y no desagradaba a un cierto sector de la derecha. Sin embargo, Obama no es ZP ni es socialista ni tampoco musulmán, como algunos de sus detractores siguen diciendo. Tampoco el partido republicano es el PP. Así resulta porque el modelo americano es marcadamente distinto al español, y nuestros sistemas sanitario y educativo en Estados Unidos serían motejados inmediatamente de socialistas e incluso por algunos de abiertamente comunistas. Comento todo esto antes de señalar algunos aspectos tocantes a los dos candidatos que me parecen esenciales para tener un juicio equilibrado y veraz sobre los mismos.
Las coincidencias
Con todo lo que se quiera ahondar en las diferencias entre los dos candidatos, la verdad es que las coincidencias son muy notables. En primer lugar, ambos defienden la misma política exterior. Se podrá decir que Bush lo hacía con convicción y Obama a regañadientes, y a lo mejor es cierto, pero ambas políticas exteriores son idénticas. Obama no ha cerrado Guantánamo, no ha desactivado la Patriot Act –que permite notables controles sobre la población–, utiliza los drones para abatir terroristas y no ha salido de Irak y de Afganistán. Es cierto que ha mencionado fechas de salida –como el republicano Nixon en Vietnam–, pero de momento la cosa va para largo. Finalmente, tanto si gana Romney como si el vencedor de los comicios es Obama, Irán va a recibir un golpe de contundencia.
La prueba de la identidad de las políticas exteriores se vio claramente en el debate entre Biden y Ryan, donde el candidato republicano no podía ir un paso más allá del demócrata sin que el electorado se asustara, y en el tercer encuentro de Romney y Obama, donde sucedió exactamente lo mismo. Insisto en ello: se puede seguir pintando a Obama como una paloma y a Romney como un halcón, pero los picotazos de cualquiera de los dos son letales, y lo son porque los dos comparten la creencia de que Estados Unidos debe seguir siendo la primera potencia mundial.
Tampoco discuten ambos partidos la centralidad de la clase media. No deja de ser significativo que, en una entrevista celebrada hace unos meses con representantes de distintas organizaciones dedicadas a atender a los menesterosos, un obispo católico recordara a Obama que Cristo había enseñado que "lo que hicisteis a los pobres" y no a la clase media era lo que iba a contar el día del juicio. El presidente señaló que conocía el capítulo 25 de Mateo –donde se encuentra la cita–, pero ha seguido, como Romney, enfatizando la importancia de la clase media.
Tampoco discuten ambos partidos que hay que bajar más los impuestos a la clase media, y a las empresas pequeñas y medianas. A decir verdad, Obama ha seguido una política de reducción de impuestos que inició George W. Bush y que ha colocado al 47 por ciento de los norteamericanos –justo el porcentaje al que se refirió despectivamente Romney en una conversación privada– fuera de la obligación de pagar el equivalente al impuesto sobre la renta.
Tampoco difieren los candidatos en que hay que reducir un déficit verdaderamente disparado. Cuestión aparte es cómo se plantea esa reducción.
Hasta aquí las coincidencias, que, como se podrá ver, no son reducidas. De hecho, si el PP actual compitiera con los demócratas y los republicanos en el panorama político norteamericano, el partido que dirige Rajoy sería considerado de extrema izquierda por su política de subida de impuestos, su no recorte del gasto público, su déficit disparado y su mantenimiento de infinidad de estructuras inútiles en la Administración. Imagínese a continuación lo que pensarían de derechas como el PNV o CiU...
Las diferencias
A pesar de los puntos de coincidencia –que en España no se darían siquiera en el mismo partido, y si no piénsese en Esperanza Aguirre y en Alberto Ruiz-Gallardón– también existen diferencias.
Personalmente, yo creo que ninguno de los dos candidatos puede reducir el déficit, por la sencilla razón de que el esfuerzo bélico le está costando a Estados Unidos cerca de un billón de dólares al año. Con semejante gasto y otra guerra en ciernes, se pueden recortar, como ha hecho Obama, 716 millones del Medicare, pero no afectará mucho a la factura global. Tampoco será de ayuda decisiva el que, como pretende Obama, se suban los impuestos a los que ingresan más de un millón de dólares al año. Romney, por su parte, no ha sido nada preciso en torno a las partidas que piensa recortar, seguramente porque discurrirán por los terrenos de la sanidad y la educación, pero sí ha sido contundente en relación con una rebaja de impuestos a las grandes empresas y a sectores especialmente acaudalados. Dado que además pretende aumentar el gasto militar –una medida, como mínimo, discutible, dado que Estados Unidos cuenta con una marina que supera en cantidad y calidad la suma de las seis siguientes marinas, incluidas la china y la rusa–, el que consiga reducir el déficit rayaría con lo paranormal, si es que no con lo abiertamente milagroso. Lo repetiré por si no ha quedado claro: personalmente, no creo que ninguno de los dos candidatos pueda reducir el déficit de manera significativa mientras persistan las guerras en el exterior, y de los dos, Romney da la sensación de que aún lo conseguirá menos.
El desempleo es otra cuestión en la que se podría apreciar una cierta diferencia entre ambos candidatos. Al menos, en apariencia. Ambos candidatos coinciden en que los empleos que cuentan son los privados, que con Obama han aumentado en algo más de cinco millones. Tampoco se puede ocultar que cuando el demócrata llegó a la Casa Blanca la nación destruía mensualmente ochocientos mil empleos y que, en los últimos diecinueve meses, Estados Unidos ha ido reduciendo sin interrupción la cifra de desempleo. Sin embargo, no es para entusiasmarse. Para los demócratas –con razón–, estos datos indican una buena tendencia, mientras que los republicanos –también con razón– señalan que la recuperación es demasiado lenta y quizá incluso reversible. Es posible que, de llegar a la Casa Blanca, Romney pudiera provocar una cierta disminución del desempleo, siquiera por la confianza que inspiraría en la clase empresarial, pero, como señalaré más adelante, tampoco ese extremo resulta seguro.
Finalmente, sí existe una notable diferencia entre ambos partidos a la hora de abordar la sanidad y la educación. Mientras que Obama persiste en el Obamacare –que no es precisamente la panacea–, Romney y Ryan pretenden realizar unos reajustes del sistema sanitario que, en una nación como Estados Unidos, sin sistema público de sanidad y con unos costes de la medicina espectaculares, resultan, como mínimo, sobrecogedores. Imagínese, por ejemplo, el lector español si cada consulta, prueba o intervención médica le saliera por el equivalente de las consultas, las pruebas o las intervenciones en el dentista y tendrá una idea bastante moderada de lo que significa caer enfermo en Estados Unidos. El panorama – vergonzoso se mire como se mire– no tiene la mejor justificación cuando se observa naciones cercanas que lo han solucionado, como Canadá o Costa Rica. Si se explica es por la existencia de poderosísimos lobbies médicos con los que no se ha atrevido a enfrentarse ni siquiera el Obamacare.
Pasemos ahora a las personalidades
Las personalidades
Tras el tercer debate, ambos partidos llegaron a la conclusión de que los votos indecisos eran escasos, de que los temas de política nacional e internacional ya habían sido suficientemente tratados y de que el último combate tendría que producirse en torno a la fiabilidad de los candidatos. Por supuesto, ambos partían de la base de que el suyo era mejor.
De entrada, debe decirse que ninguno de los dos candidatos es un hombre vulgar. Se puede o no estar de acuerdo con ellos, pero Obama es un político de enorme altura y capacidad de argumentación y Romney, posiblemente, es el mejor candidato que han tenido los republicanos desde Ronald Reagan. Es cierto que no conoce –ni lejanamente– la política internacional como George Bush, pero una persona que se convierte en millonario en un sistema tan competitivo como el norteamericano con toda seguridad no es un personaje mediocre.
Hechas estas salvedades, los dos candidatos –filias y fobias aparte– resultan poco tranquilizadores, más allá de circunstancias como que Obama respalde el matrimonio gay o que Romney se bautice por los difuntos de acuerdo a los principios del mormonismo. No da, desde luego, la sensación de que Obama cuente con conocimientos económicos o asesores suficientes como para sacar adelante una nación que, por su cuenta, se está recuperando con lentitud. Ciertamente, su sensibilidad social en un tema como la sanidad está a años luz del dúo republicano, pero con sensibilidad social no se sostiene una sociedad. En cuanto a la cuestión del déficit, ya he señalado antes que no creo que tenga la menor posibilidad de reducirlo, pero además es más que posible que la inflación irrumpa en la escena económica americana en cualquier momento.
Por lo que se refiere a Romney, ha dejado de manifiesto que es capaz de enriquecerse. Sin embargo, la manera en que lo logró –en no escasa medida, haciéndose con empresas prósperas a las que vaciaba de efectivos y luego vendía llevándose el capital– y, sobre todo, sus antecedentes como gobernador de Massachusetts no son para dormir tranquilo por las noches. Romney ganó las elecciones a gobernador con un programa idéntico al que tiene ahora. Al concluir su mandato, los impuestos eran más altos, el déficit era más alto y la tasa de desempleo era más alta. De hecho, Massachusetts era el cuarto estado en empleo de toda la Unión... comenzando por abajo. Puede que desde entonces hasta ahora haya aprendido algo, pero no seré yo el que ponga la mano en el fuego por que así haya sido.
En medio de ese panorama, las figuras de los dos candidatos a la vicepresidencia no parecen que vayan a cambiar el panorama que ofrecen los actores principales de la confrontación. Biden podría ser asemejado por algunos a José Bono, pero creo que la comparación sería injusta: primero, porque no hay constancia de que Biden tenga una relación tan buena con los obispos como Bono y, segundo, porque Biden tiene mucha más influencia dentro de su partido de la que disfruta el político manchego dentro del PSOE. Biden, por otra parte, sólo confirma algo sabido, y es que la mayoría de los católicos –a pesar de temas como el aborto o los matrimonios homosexuales– vota por el partido demócrata aunque presenten como candidato al pato Donald.
Por lo que se refiere a Ryan, ha sido la gran apuesta republicana para atraer el voto católico y ganar en el estado de Wisconsin, dado su carácter de candidato firmemente religioso y pro-vida. A día de hoy, el primero no lo han conseguido los republicanos y el segundo tampoco resulta seguro. Personalmente, debo decir que no me causa una gran sorpresa. Una persona que afirma haber salido de una crisis espiritual leyendo a Ayn Rand ya es digna de reflexión. Sin embargo, lo más notable de Ryan es su capacidad para mentir de una manera tan descarada que, por comparación, Nixon resultaría un paradigma de la sinceridad más cándida. En no pocas ocasiones he visto a Ryan atrapado en renuncios gravísimos en el curso de esta campaña. Su conducta ha consistido siempre en poner cara de niño bueno incapaz de haber roto un plato, acentuar su mirada de ojos azules como si dijera "¿Cómo me puedes preguntar esto a mi?" y no responder a lo que le preguntaban. Por lo que se refiere a su plan de reforma del Medicare, de llevarse a la práctica, haría bueno el dicho que afirma que Estados Unidos "no es país para viejos". De paso, podría añadirse que tampoco para enfermos. No estoy nada seguro de ser capaz de comprarle un automóvil a ninguno de los otros tres candidatos, pero si tuviera que estrecharle la mano a Ryan me contaría después los dedos para asegurarme de que los conservo en su totalidad.
Tres conclusiones
Ésta es, en mi humilde opinión, la realidad de los dos candidatos. A ello habría que añadir tres conclusiones indispensables. La primera es que, gane quien gane estas elecciones, su situación no será envidiable. Con una imposibilidad casi completa de reducir el déficit y una guerra de consecuencias inesperadas en puertas, hay que tener mucho deseo de servir a la nación –o de mandar– como para sentarse en el Despacho Oval. El vencedor, previsiblemente, va a pagar con malos y amargos tragos cada sorbo de gloria que pueda llevarse a los labios.
La segunda es que es mejor que nadie espere milagros económicos o sociales, porque, en ese caso, lo más seguro es que tenga que pechar con una frustración considerable.
La tercera, finalmente, es que la situación de los norteamericanos puede ir a peor con las consecuencias que semejante circunstancia tendría para el resto del mundo.
Es posible que estemos asistiendo a los albores de una época en que la división del poder mundial esté cambiando drásticamente y, por primera vez en su Historia, Estados Unidos no pueda hacer frente económicamente a ese desafío. En otras palabras, está naciendo un mundo muy diferente no sólo al que nos vio nacer, sino incluso a aquel que existía hace una década. Sea como sea, no faltan las razones para analizar las elecciones con frialdad, sin aceptar una división convencional entre buenos y malos.
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