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Carlos Alberto Montaner

Aguirre y los cubanos

Le interesaba lo que sucedía en la Isla y se indignaba con los atropellos que Fidel Castro y su policía secreta infligían a los cubanos.

Hace cierto tiempo, la Universidad de Miami invitó a Esperanza Aguirre para que hablara de la legión de inmigrantes extranjeros radicados en Madrid. Ella era la presidenta de un gobierno regional, el más importante de España, y casi el 20% de los ciudadanos a los que servía procedía de otras naciones y culturas, primordialmente de Rumanía, Ecuador, Colombia, Perú y Marruecos. El panorama no era muy diferente al de Florida.

Para los norteamericanos, entonces y ahora enzarzados en un áspero debate sobre qué hacer con los inmigrantes ilegales, fue una sorpresa escuchar la apasionada defensa de la inmigración que hizo la presidenta de los madrileños. Si la capital del país –dijo– se había convertido en una de las regiones más ricas de España y de Europa, en alguna medida era por el fuego creador de los inmigrantes, por su laborioso ímpetu y porque para ellos existía algo así como "el sueño español": la ilusionada convicción de que, si trabajaban con ahínco y cumplían las leyes, obtendrían una calidad de vida razonable, mucho mejor que la que les ofrecían sus países de origen.

No era un mitin electoral. Esperanza Aguirre no hablaba a posibles votantes, sino a personas que quizá no querían oír ese generoso mensaje, totalmente alejado del nacionalismo populista. Ella era una verdadera liberal, en el sentido europeo del término, y no juzgaba el valor de las personas por la etnia a la que pertenecían, sino por sus principios, actitudes y comportamiento.

Nada de lo que escuché me extrañó. Era la misma Esperanza Aguirre que había conocido treinta años antes, cuando ella militaba en un grupo político que tenía como gurú ideológico al talentoso economista Pedro Schwartz, un defensor a ultranza de las libertades, de todas las libertades –las económicas, las políticas, las sociales–, probablemente su primer mentor intelectual, lo que acaso le sirvió para construir un sólido marco teórico que luego la acompañó a lo largo de su brillante carrera política, como solía dar fe Regino García-Badell, su exjefe de gabinete, dotado él mismo de una muy bien formada cabeza intelectual.

Fue entonces cuando hablamos mucho de Cuba, y desarrollamos una amistad cordial que dura hasta nuestros días. Le interesaba lo que sucedía en la Isla y se indignaba con los atropellos que Fidel Castro y su policía secreta infligían a los cubanos. Como persona sensata, nada ingenua, no juzgaba a los gobiernos por sus intenciones, sino por las consecuencias de sus actos. Para ella, la construcción de una sociedad igualitaria (propósito que la horrorizaba) no justificaba que encerraran a los homosexuales en campos de concentración o castigaran cruelmente a poetas como Heberto Padilla o Raúl Rivero.

A partir de esa época los cubanos siempre pudimos contar con su voz y con su solidaridad. No había acto al que no concurriera, denuncia pública que no firmara o disidente notable al que no fuera a darle un abrazo, desde Huber Matos hasta Armando Valladares. Cuando tuvo poder (y es una de las mujeres que más peso ha alcanzado en la historia de España), siempre que la ley lo autorizara, lo empleó para ayudar a los exiliados en su peor momento, o para invitarlos a compartir la dirección del Partido Popular, como hizo con el Dr. Antonio Guedes, un magnífico médico hispanocubano, o con las decenas de presos liberados últimamente y desterrados a España, a quienes respaldó en todo cuanto le fue posible.

Uno de esos beneficiados fue el gran poeta Gastón Baquero ("Ese pobre señor, gordo y herido, / que lleva mariposas en los hombros", comienza su soneto "Autorretrato"). Cuando supo que este extraordinario escritor estaba viejo, enfermo y desvalido, se ocupó personalmente de que lo acogieran en una de esas espléndidas residencias de la tercera edad que hay en la Comunidad de Madrid. Tras su muerte, consiguió que el recinto, con toda justicia, llevara su nombre. A Gastón le hubiera encantado saber que lo recordarían por el sitio recorrido por el amor donde cerró los ojos por última vez.

En un reciente artículo, Mario Vargas Llosa, que también es amigo y admira a Esperanza Aguirre, asegura que le hubiera gustado verla como presidenta del gobierno de la nación española. Habría sido estupendo. A Jimmy Carter alguna vez le preguntaron si valía la pena gobernar. "Sí –dijo–, es el sitio donde más y mejor se puede ejercer la compasión". Eso, y mucho más, hubiera hecho Esperanza Aguirre. Me consta. 

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