Paul Ryan ha sido la fulgurante estrella en la convención republicana que acaba de terminar. Lo llaman el nuevo Reagan. Su mentor fue el ya desaparecido Jack Kemp, un exfutbolista que se convirtió en una de las cabezas económicas del Partido Republicano y alguna vez acarició la idea de ser presidente. Ryan juega con la idea de cumplir ese destino, primero como vicepresidente de Romney y luego por su propia cuenta.
De Kemp, de Reagan, y de una vieja tradición política nacional, Ryan sostiene la idea del excepcionalismo norteamericano. No quiere que Estados Unidos se parezca a Europa. El planteamiento básico es que el país no debe convertirse en un Estado benefactor aumentando el gasto público y los impuestos, como supuestamente hacen los europeos, pero tal vez es demasiado tarde.
El Gobierno norteamericano ya consume el 40% del PIB, mientras los países más prósperos de Europa aproximadamente gastan el 50%. (Menos Suiza, uno de los más exitosos, que apenas invierte el 33). Es verdad que los norteamericanos pagan menos impuestos, pero también reciben menos servicios.
La idea de la decadente Europa se trata de un monumental error de percepción. Hay aspectos de la vida europea que superan notablemente a Estados Unidos. La nación, sin duda, tiene el primer ejército del mundo, sus mejores universidades están a la cabeza del planeta, los científicos y técnicos son casi insuperables, y el aparato productivo es el más denso y sofisticado de cuantos han existido en la historia.
Pero cuando la empresa norteamericana CNBC encargó a unos expertos la objetiva clasificación de las 30 ciudades más habitables del mundo, éstos se guiaron por nueve categorías relevantes –salud, ingresos, clima, seguridad, etc.– y encontraron que casi todas eran europeas, canadienses, australianas y neozelandesas. Sólo dos ciudades norteamericanas podían competir, y comparecían al final de la lista: Honolulu era la número 29 y San Francisco la 30. Las cinco mejores eran Viena, Zúrich, Auckland, Múnich y Dusseldorf.
The Economist, la gran revista, hizo lo mismo con los países, y su pesquisa la llevó a colocar a Estados Unidos en el puesto número 13. Había mejor calidad de vida (por orden) en Irlanda, Suiza, Noruega, Luxemburgo, Suecia, Australia, Islandia, Italia, Dinamarca, España, Singapur y Finlandia. En el Índice de Desarrollo Humano que publica la ONU, en cambio, sólo tres países anteceden a Estados Unidos: Noruega, Australia y Holanda.
Si lo que se mide es la honradez del sector público, sucede algo parecido. Transparency International, en una escala en la que 10 es la mejor valoración posible y 1 la peor, asigna más de nueve puntos a los cuatro países escandinavos, y más de 8 a Alemania y a Canadá. Estados Unidos, con 7.1 no está nada mal, pero no forma parte del pelotón de las naciones más escrupulosas con el dinero que les entregan los ciudadanos.
En el tema educativo los resultados son mixtos. En general, Estados Unidos tiene las mejores universidades en el ámbito de los posgrados, pero la enseñanza media es mediocre. Cuando la OCDE –la organización de las naciones más desarrolladas del mundo– mide los conocimientos de los jóvenes en matemáticas, lectura y ciencias, encuentra una docena de países que obtienen mejores resultados que Estados Unidos. Corea del Sur y Finlandia son los dos mejores.
Lo que quiero decir es que Estados Unidos tiene mucho que aprender de algunos países europeos y asiáticos, de la misma manera que el resto del mundo tiene bastante que aprender del modo norteamericano de investigar, trabajar y vivir.
¿Hay algún aspecto de la convivencia en el que Estados Unidos supere claramente al resto del mundo? A mi juicio, en las oportunidades que tienen los más pobres de prosperar. En el país sigue vigente el llamado "sueño americano", pacto tácito, hasta ahora cumplido, consistente en que si uno trabaja intensamente y cumple con la ley, puede llegar hasta donde su talento y suerte le permitan, e integrarse, al menos, en los vastos sectores de los niveles sociales medios donde acampa el 85 por ciento de los habitantes de la nación. Esa es la verdadera diferencia. Y ya es bastante.