La esperada decisión del juez Castro sobre Uribetxebarria Bolinaga pone fin a una cadena de despropósitos que deja en muy mal lugar al Ministerio del Interior y, con él, a todo el Gobierno. Tampoco la justicia sale muy bien parada, pero es imposible abstraerse del carácter político que tiene todo lo relativo al proceso que pone en la calle, a la espera de que el auto sea firme, a uno de los peores etarras.
Político no, por supuesto, porque se pueda considerar al asesino y torturador un preso político, tal y como reclaman los que han colaborado con la banda terrorista o formado parte de ella; sino porque políticas fueron las decisiones clave de todo el proceso: el traslado al País Vasco y el tercer grado concedidos por Instituciones Penitenciarias, un departamento del ministerio del Interior.
Y político también, no tiene sentido negarlo, porque así lo ha querido la llamada izquierda abertzale y así lo ha permitido, con infinita torpeza, Jorge Fernández Díaz: a partir del momento en el que se declararon falsas huelgas de hambre Uribetxebarria Bolinaga no era un preso más y, ante el pulso al Estado, su puesta en libertad debería haber sido mucho más difícil y no, tal y como ha ocurrido, más sencilla.
El etarra Uribetxebarria Bolinaga es, además, conviene no olvidarlo, un preso especialmente repugnante dentro de un colectivo ya de por sí bastante repulsivo. En su historial criminal hay tres asesinatos (a una de sus víctimas le descerrajó 18 tiros) y uno de los secuestros más crueles de la historia de España.
Por si esto fuera poco, todo lo que le ha hecho, empezando por sus asesinatos y su pretensión de dejar morir de hambre a Ortega Lara y terminando con su comportamiento en prisión y en los últimos meses –recordemos esa carta de despedida con una de las consignas clásicas de ETA–, nos habla de un sujeto que se encuentra en los antípodas de la reinserción o el arrepentimiento.
No es casualidad que Uribetxebarria Bolinaga haya sido el centro de la exitosa operación política que ETA y sus terminales en las instituciones han montado en estas semanas: como ya ocurriera con De Juana Chaos, se elige siempre a un criminal especialmente execrable, para que no quede la menor duda de que el Estado de Derecho se ha arrodillado frente al terror.
Buena parte de la sociedad está indignada, y las víctimas del terrorismo se sienten humilladas y traicionadas. Hay razones para ello: condenado a 260 años de cárcel, Uribetxebarria Bolinaga ha cumplido 15; si la sentencia se hace firme, saldrá de prisión en contra de la opinión de la Fiscalía y de un impecable informe forense que demostraba que, pese a estar gravemente enfermo, no se encontraba ni mucho menos en fase terminal.
¿Quién gana con todo esto? Obviamente, el entorno de ETA, que se apunta una victoria política tras una demostración de fuerza; y la propia banda terrorista, que nuevamente demuestra que es capaz de torcer el brazo del Estado y da esperanzas a sus presos de una amnistía que se camuflará de mil formas y bajo mil nombres, pero que parece más cerca que nunca.
¿Quién pierde? Pues, obviamente, perdemos todos: las víctimas, que sufren una nueva humillación; la democracia y la sociedad, que se muestran de nuevo incapaces de defenderse del terror y las artimañas de los terroristas; y, sobre todo, un Gobierno y un PP que propinan a sus bases y sus votantes un sonoro bofetón cuando no hay situación ni herencia recibida que les obligue a actuar de ese modo.
Y si, pese a todo lo que se nos ha dicho, sí hay una herencia o unos compromisos adquiridos, es hora de que la ciudadanía sepa cuáles son. En caso contrario, y sin más explicaciones, esta traición es algo con lo que muchos votantes populares no podrían convivir. Las próximas elecciones vascas serán una ocasión idónea para comprobarlo.